La cárcel hoy conocida como el Palacio Negro de Lecumberri fue fundada por el presidente Porfirio Díaz en 1900. Desde entonces destaca en el paisaje urbano como una pieza singular del oriente de la Ciudad de México y un monumento al autoritarismo.
En su interior, el edificio está compuesto por siete brazos, bajo el concepto de arquitectura carcelaria panóptica, diseñada por el inglés Jeremías Bentham (pensador inglés del siglo XVIII), cuyo estilo consiste en construir una serie de pasillos que culminan todos en un punto y con una sola torre de vigilancia al centro, la cual significa un vértice para observar todo movimiento de cada uno de los internos.
Sus celdas que “eran oscuras, frías y no tenían baños”, en las últimas décadas han sido sede de los expedientes del Archivo General de la Nación, lugar obligado para historiadores.
Michel Foucault psicólogo y filósofo francés del siglo XX (1926-1984) es conocido por su obra cumbre Vigilar y castigar (1975), ahí analiza la idea de Bentham y su idea de cárcel panóptica, cuya estructura tiene como fin generar control total sobre una superficie, incluso en un recinto cerrado con celdas individuales. Mentalmente esto incrementa en los reclusos la sensación de ser observados las 24 horas y limita aún más sus libertades, es decir, se sienten “eternamente vigilados”.
Así, se ha considerado a Lecumberri la prisión más inhumana del país en el siglo XX. En sus inicios fueron internadas 996 personas, luego la cifra de prisioneros pasó a 3 mil 800 en pocos años, lo que derivó en que las celdas individuales fueron ocupadas por tres o más personas. También había los famosos apandos, celdas de castigo donde los reos permanecían sin luz, ni ventilación, en un sofocante y estrecho espacio, donde permanecían de pie, sin poder conciliar el sueño y atormentados por sus pensamientos y la claustrofobia. Era como estar “en una tumba en vida”, se decía.
Llegaron a Lecumberri diversos criminales a lo largo de su historia, pero desde la Revolución Mexicana en que estuvieron presos personajes de la talla del Presidente Francisco Madero (momento antes de ser asesinado junto con José María Pino Suárez el 22 de febrero de 1913) y el revolucionario Francisco Villa, se fue convirtiendo -junto con las Islas Marías- en un centro de detención especializado para presos por motivos políticos. Los presos de conciencia.
Ahí estuvo el pintor David Alfaro Siqueiros, Ramón Mercader (el asesino de León Trotsky), el escritor Álvaro Mutis, también los presos del movimiento de ferrocarrileros como Valentín Campa y Demetrio Vallejo, los estudiantes y profesores del movimiento de 1968 como José Revueltas, Raúl Álvarez Garín y Eduardo Valle, el historiador Adolfo Gilly (que ahí escribió La Revolución Interrumpida), entre otros.
Uno de los episodios más curiosos del Palacio Negro ocurrió en 1971 con el encuentro de dos escritores y personajes que han sido considerados emblemáticos e icónicos de la literatura nacional, con orígenes, quehacer cotidiano, influencias, gustos y narrativas muy distintas, totalmente contrastantes, pero con el denominador de portar en el corazón un espíritu de rebeldía, desobediencia y crítica auténtica, libertaria y permanente de la realidad: José Revueltas y José Agustín.
Aunque este no fue el primer encuentro de ambos literatos, pues como relata Patricia Cabrera López en su artículo “Estrategias narrativas de José Agustín para homenajear a José Revueltas”:
“Por sus afinidades en torno al izquierdismo y al cine, los escritores habían estado en Cuba, a inicios del régimen revolucionario, y en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la Universidad Nacional Autónoma de México, si bien con funciones muy diferentes: Revueltas como maestro y José Agustín como brigadista alfabetizador y estudiante. Posteriormente cada uno apoyó el M68 (movimiento estudiantil del 68) en diferentes planos pero, por supuesto, el papel del narrador de mayor edad, como ideólogo y guía, fue de liderazgo, es decir, irremplazable; el de José Agustín consistió en pronunciamientos públicos circunstanciales. Y en 1971 ambos se encontraron, en calidad de reclusos por causas muy distintas, en la cárcel de Lecumberri.”
Al inicio de los 70´s José Agustín, era un escritor “rocanrolero a morir y ondero”, como lo describía Parménides García Saldaña. A los 17 años ya había escrito su ópera prima, La Tumba (1964) y su segunda novela De Perfil (1966), donde a partir desde una visión joven, critica a la clase intelectual de la época. En tanto José Revueltas ya era un personaje consumado entre las plumas nacionales, el añejo comunista era acusado de ser el “autor intelectual” del movimiento del 68, y escritores como Octavio Paz y Carlos Fuentes abogaban por su libertad.
Revueltas estaba preso directamente por sus ideales políticos, militancia, y vinculación estrecha con los chavos del 68 y José Agustín aunque como se ha dicho simpatizó claramente con los estudiantes del 68, y ya era un personaje poco cómodo para las elites políticas y culturales, había sido detenido en Morelos por posesión de drogas (mariguana de consumo personal) luego que Arturo “el Negro” Durazo realizara un operativo en la entidad.
Según José Agustín en un texto autobiográfico El Rock de la cárcel (1984), fueron los años más difíciles de su vida, pero también le sirvieron de inspiración para crear una de sus obras más aclamadas: Se está haciendo tarde”: final en laguna (1973) que fue escrito en papeles de tortas y a lápiz, que le entregaba tramos a sus familiares durante sus visitas en la penitenciaria. Esta obra fue “la más maciza”, todo ocurre en un viaje de un día del personaje principal a Acapulco, desde entonces paraíso terrenal de viajeros citadinos, que termina en un infierno personal. Con ella inauguró la óptica de La Onda, que plasma un discurso desenfadado y crudo.
Para cuando se encuentran en la misma celda Revueltas ya había escrito Los muros de agua (1941), El luto humano (1943), Los días terrenales (1949), En algún valle de lágrimas (1957), Los motivos de Caín (1958), Los errores (1964) y El apando (1969). En términos de la crítica literaria es evidente la madurez y el lenguaje más realista de José Agustín en Se está haciendo tarde, quizá fruto del encuentro carcelario de ambos rebeldes.
Revueltas y Agustín -post Lecumberri- ampliaron coordenadas de su vinculación literaria, hasta la muerte del primero en 1976. De ahí surgió la adaptación cinematográfica de El apando por José Agustín en 1975, desde los horizontes del lenguaje coloquial; posteriormente como un homenaje a sus enseñanzas Agustín revisitó y recreó a Revueltas en su novela Armablanca (2006), citamos nuevamente a Cabrera López:
“Armablanca no es la crónica de la participación de Revueltas en el M68, sino una novela densa que de principio a fin denota y connota su intertextualidad con varios discursos, aunque no todos sean de la autoría directa de aquél, pues también abarcan el cine, la lírica musical y el periodismo cultural. La intertextualidad es indiscutible en la ficcionalización del autor-icono de Los días terrenales como “José Cordero”, en la figuración de su sensibilidad musical, en la estilización de su discurso teórico-político; en su entusiasta entrega a los jóvenes protagonistas del M68; en su absoluta convicción de que ellos tenían la razón histórica de su parte, y hasta en la valentía del personaje para ir al encuentro de su propio sacrificio.”
Habría que imaginar a ambos escritores en una estrecha celda, compartiendo charlas literarias, agonizando entre la abstinencia (Revueltas era un conocido bohemio y Agustín un ilustre pacheco), trazando nuevos mundos desde la creatividad -mientras afuera el país era aplastado por la bota de la dictadura priista perfecta de Luis Echeverría-, y ellos, que han sido de lo mejor de la literatura mexicana, privados real e injustamente de su libertad sin cometer ningún crimen.