El viernes pasado tuve que acudir a mi trabajo. Era necesario que asistiera por que debía firmar algunos documentos. Un poco nerviosa, saqué mi coche y me encomendé a todos los santos del mundo para que me protegieran.

Pensando en que aún muchas personas siguen confinadas para evitar ser contagiadas por el COVID-19, salí con las precauciones pertinentes. Mis rutinas de los últimos cien días son tan simples que la salida de ahora, parecía una excursión.

Para sorpresa mía, el tráfico era pesado. La neurosis cotidiana me volvió a secuestrar. Tuve que hacer gala de mis conocimientos de yoga y decidí tranquilizarme, aunque me resultó imposible. El ruido avasallador de los cláxones fue más fuerte que mi intento por encontrar la calma.

Encerrada en el vaivén incesante de los automóviles, pensé en hacer algo, en tanto mi coche avanzaba. Mi primer ejercicio fue contar a la gente que traía puesto el cubrebocas. Increíblemente vi que casi la mitad de los que conté no lo traía puesto.

La verdad me dio mucho coraje. Me daban ganas de gritarles que se pusieran ese pedazo de tela, pero fue imposible. Tal parece que para esos cuates, la pandemia no existe o simplemente el virus ya fue controlado.

En uno de tantos semáforos que me tocó en rojo, dos muchachitos, también sin cubrebocas, se treparon a mi cajuela y empezaron a limpiar mi parabrisas. Por más que les insistí que no lo hicieran, les valió. Saqué una moneda de cinco pesos y se las di.

A uno de ellos le pregunté porque andaba sin el cubrebocas. Su respuesta me dejo helada: Eso del virus es un invento del gobierno. Yo no creo nada de eso. Jamás me pondría esa “madre” en la boca, mientras una tos estruendosa se asomaba en su rojizo rostro.

Como pude aceleré para avanzar un poco más. Me dio miedo escuchar lo que me dijo el chavo, pero fue más terrorífico escuchar su tos. Mi recorrido se me hizo muy incómodo. Puse el radio y Juan Gabriel me hizo olvidar el incidente.

Ya cerca de mi oficina, me topé de nuevo con los lugares conocidos. Los puestos de la comida son los que más domino. Ahí íbamos a desayunar con mis compañeros antes de la pandemia. Cómo olvidar los tamales. el sándwich, el café o el jugo de naranja.

Para mi sorpresa, vi que muchos puestos estaban llenos de gente. Pocos hacían caso de las recomendaciones sanitarias sugeridas por nuestra jefa de gobierno. Sin sana distancia, sin cubrebocas y muy alegres, los que consumían sus alimentos, parecían estar de fiesta.

Entiendo que la Ciudad de México está en transición de semáforo rojo a semáforo anaranjado, donde de manera gradual se reabrirán actividades esenciales para la recuperación económica, pero el peligro de contagiarse aún es muy alto, por eso me sorprende la ligereza con que actúan muchos ciudadanos.

Al llegar a mi lugar de trabajo, encontré rostros conocidos. Pude conversar brevemente con algunos de ellos y lamentablemente comprobé que a mucha gente no le cae el veinte de lo peligroso que es no seguir al pie de la letra las indicaciones de las autoridades.

Después de tanto relajo, hice lo que mi trabajo requería y regresé a mi auto. El objetivo estaba cumplido.

El regreso a casa fue igual de caótico. Volví a realizar mi recorrido visual de esas calles tan hermosas que tiene la ciudad capital. Vi la intolerancia de muchos. La necesidad de otros, la indiferencia y “el valemadrismo” de la gran mayoría.

Mientras la capital tiene casi 6 mil muertos y 45 mil contagios por COVID-19, en la calle parece no importarles esa realidad. Me duele que así sea. No puedo creer que haya tanta ligereza. Y yo que pensaba que mis paisanos eran empáticos.

En el mundo se sorprendían de las acciones de ayuda que nuestro pueblo realizaba en las tragedias que nos han sacudido a lo largo de la historia. Yo misma he sido promotora constante de enviar despensas a las zonas que han sido afectadas por los sismos o los huracanes. Esa era nuestra carta de presentación. Era un orgullo enorme.

Este viernes que llegué a mi casa. Con la tristeza que me embarga saber que en alguna colonia de mi ciudad alguien muere de COVID-19, pensé que nos hemos vuelto insensibles y ya no nos importa para nada el dolor humano.

Lo que vale es tener un falso bienestar que representa escapar y persuadir las reglas sanitarias impuestas en esta emergencia sanitaria. A nadie le importa cuánta gente muera hoy. Qué tristeza. ¿No que nuestro pueblo era muy solidario…?