“La estatua de Cristóbal Colón, ubicada en la glorieta del mismo nombre, será removida y en su lugar se colocará una estatua en honor a las mujeres indígenas” anunciaba el pasado domingo la Jefa de Gobierno en la ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo.

De inmediato se levantaron voces europeístas defendiendo el recuerdo, historia y hazaña irrepetible de aquel navegante genovés (o portugués) quien pensando que llegaba a La India “descubriera” fortuitamente el nuevo mundo (América). Hay que fijar una posición: los verdaderos descubridores de estas regiones no fueron los europeos pues ya existía una vida, y cultura desarrollada, por quienes las habitaban.

Es en este debate de “altura” cuando surge Felipe Calderón, otro falso personaje de la historia, para fijar una posición dogmática en torno al debate: “Desaparecer, quitar monumentos y otros elementos arquitectónicos y artísticos y que forman parte de la identidad de la Ciudad de México, sin siquiera preguntarle a los ciudadanos, me parece una arbitrariedad”. 

Felipe, que tuitea todos los días con ansiedad etílica, no entiende, entre otras cosas, que nuestro país está cambiando, que hemos ido sustituyendo los valores, que las personas “comunes” encuentran espacio en el elogio y el reconocimiento público. Que no necesitamos importar o conservar héroes fraudulentos para encontrar identidad con el viejo mundo. No, aquí tenemos todo.

Calderón sugiere sin autoridad y con cinismo que Claudia debió hacer una consulta pública para realizar ese cambio, siendo que él fue dueño del mayor talante antidemocrático. Busca ignorar una historia que le condena.

La “barda” inútil de 630 millones de dólares en una refinería que nunca se construyó, y “la estela de luz”, también conocida como “el monumento a la corrupción”, que se cotizó en 393 millones de pesos y el pueblo tuvo que pagar 1,304 millones, representan los “monumentos históricos” que arrastran su “legado” y, por cierto, jamás consultó.