Qué hay más allá… / Por María Luisa Prado

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El domingo anterior fuimos a entregar a la tierra a un buen amigo que falleció a causa de un cáncer de próstata. Era bastante joven. Lamentablemente se dio cuenta del padecimiento cuando el mal ya había invadido todo su cuerpo provocando su fallecimiento, tras luchar con vitalidad y fortaleza casi dos años.

Como un buen guerrero tomó con filosofía su realidad, una realidad que le permitió enfrentar con grandeza y valentía un final que todos esperaban y que, a pesar de saber que su fin estaba cerca, nunca se dio por vencido.

Gran padre, gran hijo, buen hermano y excelente amigo, nunca imaginó que partiría de este plano existencial tan joven y con una vida por delante llena de emociones y vivencias por disfrutar en compañía de su esposa e hijos.

Fue un excelente amigo. Muy solidario y noble. Nunca le hizo daño a nadie y siempre estaba ahí, presto a ofrecer un buen consejo, un buen chiste o un buen regaño.  Lo quise mucho.

Las ultimas charlas que tuve con él, me decía que se arrepentía de no haberse checado con frecuencia. Su padre y abuelo padecieron la misma enfermedad y también murieron, aunque ellos lo hicieron a edades avanzadas.

-Me confíe. Ahora tengo que afrontar las consecuencias- decía. Mi papel no era juzgarlo. Solo lo escuchaba y le daba ánimos. Las veces que lo pude ver, lo hacía con ganas de que estuviera bien. Lo hacía reír. Me contaba sus anécdotas y sus travesuras.

Presumía con vehemencia a sus hijos y a su esposa. Me enseñaba las fotos de sus viajes. Su antes y su después. Era un hombre alto y fuerte. Poco a poco su cuerpo se hizo pequeño y muy delgado.

Aún así, nunca bajó la guardia. Me quedó con su ejemplo. Con su valentía y con su enorme fortaleza. No pude despedirme de él en vida. Solo pude comunicarme por celular tres días antes de su partida, sin imaginar que sería la última vez que lo haríamos.

Durante el servicio funerario, una hermana de la esposa de mi amigo me contó lo que ocurrió en los últimos minutos de vida. Lo que me dijo, me llamó mucho la atención porque es algo que me dejó pensando muchas cosas y bastantes reflexiones.

Aquella última noche con vida, después de cenar junto con toda su familia, mi querido compañero se fue a descansar a su recámara. Ese día recibió la visita de sus hermanos y pudo convivir con ellos hasta la noche. Estaba muy cansado.

Su esposa tardó un poco en llegar para arrullarlo y poder dormirse juntos, como siempre lo hacían.  Cuando llegó, aún lo encontró despierto y mirando fijamente un punto enfrente de la cama. De pronto le dijo:

-Mira, hay un hombre muy grande y muy alto mirándome. Tiene mucha luz. Sus ojos son verdes. Sale mucha luz. Me está diciendo que vaya con él. Abrázame, no me dejes solo-. Ella lo abrazó, volteó y no vio nada. Unos segundos después, un suspiro llegó y mi amigo trascendió en los brazos de su amada.

Los gritos de su esposa, conmovieron a todos. El cuerpo ya no respondía. Su corazón había dejado de latir. Las lágrimas llenaron la recámara, la casa y los alrededores. Ya nada se podía hacer. El hombre ya no pertenecía a esta dimensión.

Después de escuchar la historia, recordé las veces que he escuchado el mismo relato previo a la muerte de alguien. Quienes están cerca del ser que muere, son testigos de esas últimas palabras. Pareciera que alguien se los lleva o los recibe, pero algo pasa.

Platicando con más personas coinciden en decir que es el creador el que da la bienvenida a su reino. Otros dicen que son los familiares que ya partieron, recibiendo a su ser querido.

Los científicos atribuyen esa reacción a que el cerebro tiene una mayor actividad eléctrica previa a morir, aunque no deja de ser una postura atribuible a la ciencia. Los religiosos afirman que es una manifestación poderosa de que hay algo más allá después de la vida.

Para mi es imposible mantener una postura certera sobre ese tema. Para muchas personas es un asunto de fe y de supervivencia. Pensar que después de esta vida hay otra vida, les sirve para encontrar una esperanza de que en algún tiempo se van a reencontrar con sus seres queridos en la eternidad. Así disminuye el dolor de la pérdida.

Para los escépticos, la vida termina cuando el corazón deja de latir y se apagan todos los órganos. Para ellos no hay vuelta de hoja. El día que se apagan los sentidos, se acaba la vida. No hay más.

Después de escuchar la historia de mi querido amigo y su experiencia ante la muerte. No me atrevo a pensar como una escéptica radical, ni descartaría cualquier teoría espiritual que me postularan. De que algo pasa, algo pasa. Es por ello que respeto cualquier punto de vista.

Aunque no soy religiosa, creo que existe una fuerza superior que nos mueve a todos. Y es mi esperanza que cuando llegue el momento poder abrazar a los que ya se adelantaron en el camino. Eso creo y espero.

Bueno, en tanto eso sucede, les invito a amar, reír, gozar, abrazar, viajar y disfrutar lo que tenemos en vida. Solo por hoy. Estamos vivos. Ya vendrá el tiempo de saber qué hay más allá.