Una historia que me contó mi abuelo / Por María Luisa Prado

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Me contaba mi abuelo que cuando llegó a la ciudad de México procedente de Zacatecas, no se imaginaba lo bonita que estaba. Quedó impresionado de sus edificios históricos y del tono de hablar de los capitalinos, entre otras cosas más.

Venía con mi abuela y con tres hijos, uno de ellos mi papá. Su ilusión era darles una buena educación y siempre pensó que en la capital sería más fácil de lograrlo.

No tenía mucho dinero. Apenas le alcanzaba para sobrevivir. De hecho, llegó con el poco que le dieron por la casita que vendió en su tierra natal.

Con ese billete, compró un terreno al oriente de la ciudad. Con lo poco que le quedó, acondicionó el lugar y como pudo les dio un hogar digno a sus tres hijos y a mi abuela. Eran tiempos en que el sustento lo llevaba exclusivamente el marido. 

Entre las muchas anécdotas que me contaba, recuerdo algunas en especial porque tal vez me las platicaba con tanta emoción que me quedaron fijas en la mente de mi infancia.

En sus relatos me decía que en ocasiones escaseaba el agua en la naciente colonia a la que había llegado y se volvía necesario ir a una escuela para llevarla a casa. 

Comentaba que se levantaba muy temprano para ir a recolectarla. Caminaba mucho y en ocasiones levantaba a mi papá para que fuera a ayudarle. Así terminaban más rápido.

Para la familia de mi abuelo fue difícil subsistir, era complicado comprar muchas cosas, el dinero escaseaba. La austeridad era el símbolo de esos tiempos para ellos.

Dentro de esas experiencias, me contaba mi abuelo, y después mi papá lo corroboraba, había una en especial que les significó mucho porque fueron testigos de los primeros programas televisivos en blanco y negro.  

Resulta que una de las vecinas, la más longeva del barrio, tenía una miscelánea y justo en el patio de su casa, colocó una televisión para que la gente pudiera pasar a ver los programas que transmitían.

Visionaria como ella sola y aprovechando el impacto que le causaba el nuevo fenómeno a todas las personas, empezó a cobrar las entradas.

Decía mi abuelo que él pagaba para ir a ver los programas que le gustaban. Me hablaba de Los Intocables, Bonanza y Combate. Había más, pero ya no me acuerdo de la lista que me enumeraba mi abuelo.

Lo que más éxito tenía eran las funciones de box, que eran trasmitidas todos los sábados. No recuerdo si había novelas. Seguramente mi abuela habría asistido a ver alguna. La novedad era muy interesante y cualquiera sucumbía ante ese aparato. 

Por su parte, mi papá me cuenta que mi abuelito les daba su domingo y él lo utilizaba para ir a la casa de doña Florita a ver los programas que en ese entonces comenzaban a ser famosos.

Creo que eran tres canales y solo se veía lo que programaban los empresarios televisivos que en ese entonces eran Emilio Azcárraga Vidaurreta y Rómulo O Farril. -Este dato lo investigué yo-. 

Eran tiempos diferentes, extraños y fascinantes. 

Tiempo después, ya cuando pudo compró su primera televisión en blanco y negro para que todos en su familia tuvieran una herramienta de diversión.

Nunca imaginaron que ese aparato serviría para comprar conciencias, enajenar y controlar a toda una población durante mucho tiempo, pero en su momento, los acompañó y fueron parte de su formación y en ocasiones se convirtieron en su inspiración y espejo para conocer un mundo diferente.

Hoy, aunque la televisión no ha dejado de funcionar, su repercusión ya no es tan determinante en la sociedad. Hoy, lo que enajena, distorsiona y apendeja son las redes sociales.

A diferencia de aquellos tiempos es que la inocencia se combinaba con las nuevas tecnologías y se generaban grandes ciudadanos. 

Mis abuelos así lo hicieron y lograron los objetivos que se propusieron cuando llegaron a nuestra gran capital, con esa televisión, con esa carencia, y con un mundo muy diferente al que vivimos actualmente. 

Hoy, ya sin la inocencia que tuvieron nuestros ancestros, la tecnología ha regalado grandes avances, pero también ha dejado ídolos de barro que nada generan a la sociedad. Habrá que estar atentos a no caer en sus garras.

Bueno, eso digo yo, después de haberles contado una de las tantas historias que me contó mi abuelo.