Claro que la fe mueve montañas… / Por María Luisa Prado

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El domingo pasado acompañé a la Villa de Guadalupe a una pareja de amigos que me pidieron que fuera con ellos a cumplir con una promesa de fe que habían hecho hace justamente dos años, cuando la pandemia se encontraba en su punto más álgido, y que, para su mala fortuna, el virus los estaba atacando con una rabia incontrolable junto a su pequeña hija.

Fueron momentos muy angustiantes para todos los que los conocíamos. Los tres infectados por el COVID y con un riesgo muy alto de morir porque nada sabíamos del comportamiento del virus y porque la esperanza de recuperarse era mínima.

Primero fue el esposo de mi amiga quien se infectó, después fue ella y por último su nena. Él estuvo internado. Ella y la niña sufrieron severas crisis de respiración, pero, para su fortuna, el tratamiento que les dieron funcionó y salieron adelante, dejando secuelas leves nada más.

Como pudo, mi amiga se hizo cargo de todo. Pidió un permiso especial en su trabajo y se mantuvo estoica atendiendo a su hija y al pendiente de la salud de su esposo. Nunca se dio por vencida. Con una fuerza descomunal enfrentó los problemas y salió adelante.

Durante el trayecto a la Villa, me platicó que los médicos que atendieron a su esposo le dijeron que era probable que no saliera con vida. Eso fue aterrador para ella. Fueron días de dolor e incertidumbre. Era como una pesadilla y por supuesto para las familias de ambos.

En su desesperación, mi amiga rezó, imploró y deseo de todo corazón que su pareja se recuperará. Sabía que él le estaba echando muchas ganas porque sabía que aún no era el tiempo de irse. Algo se lo decía, pero la salud de su pareja no mejoraba.

En ese tiempo y en uno de esos días en que todo parecía derrumbarse, se quedó dormida de tanto cansancio. Le era imposible conciliar el sueño. Su mente trabajaba a marchas forzadas pensando lo peor.

Sin embargo, me platicó que en ese momento en que descansaba sintió un alivio absoluto y al mismo tiempo escuchaba una voz de mujer que le decía que no perdiera la fe.

Yo tenía el concepto de que mi amiga era una escéptica moderada. Cuando me platicó lo sucedido, la sentí conmovida y menos crítica a lo no comprobable.

Tras el sueño, como si un milagro hubiese pasado, su marido tuvo una mejoría increíble y al cabo de quince días le dieron de alta. ¿Coincidencia? ¿Dioscidencia?

Con el milagro a cuestas, mi amiga estuvo preguntando y contando sobre lo que había sucedido y algunas de sus amigas las más conservadoras le recomendaron que fuera a dar las gracias a alguna iglesia. Su mamá le dijo que fuera a la Villa de Guadalupe. Obvio que le hizo más caso.

Ese domingo nos fuimos los cuatro. Yo era la invitada especial y la colada de este acto de agradecimiento y de fe de mis amigos.  Después de los horrorosos momentos, bien valía la pena estar con ellos.

Hacía mucho tiempo que no visita el templo Mariano. Fue una buena experiencia. Acompañé a mi amiga, su esposo e hija a dar las gracias de estar vivos y eso es lo más importante.

Oraron por un buen momento. El acto mágico cerraba el ciclo. Aquella voz de mujer que le decía ten fe a mi amiga, cobraba sentido. Bueno, eso queremos creer las dos.

En tanto se llevaba a cabo ese acto, me puse a observar a la gente y me di cuenta de muchas situaciones extrañas que se viven ahí.

Como si fuera un mundo mágico, las personas llegan a la Villa esperando encontrar a esa madre poderosa para que les devuelva la salud, el trabajo y un sinfín de peticiones a su favor.

Hay rezos, la gente va de rodillas buscando su imagen. Ella los espera. los escucha, los ve, los bendice después de superar una larga fila de visitantes que esperan verla y ser abrazados por su manto protector.

En diez mil metros cuadrados cabe la fe y la esperanza. Un par de templos apenas alcanzan para los millares de católicos que visitan este lugar que solo es superado por el Vaticano. Uno con casi 230 años de existencia y el moderno construido en 1976, para dar cabida a todos sus hijos sin excepción alguna.

Impresionada con la fe que pregona la gente. Me mimeticé con ellos y alcance a rezar aquellos rezos que me enseñaron mis abuelos y pedí por todo y por supuesto por mi familia.  

Mi amiga, su esposo e hija me dejaron un ratito sola. Caminé por toda la plancha, que es muy grande y me di cuenta que la gente es más buena cuando tiene fe.

Quizás tengan miedo, respeto o simplemente inercia, pero me queda claro que la fe siempre mueve montañas. Sí, así como aquella voz que acompañó a mi amiga en esos días de terror y espanto.