Por Frida López Rodríguez

En lo que concierne al desarrollo de la cultura en el país se ha mantenido una posición contradictoria: La gran mayoría de los artistas y de los trabajadores en este ámbito repudian al Estado; sin embargo, al mismo tiempo dependen de los recursos económicos que éste les provee. Dicha contradicción se mantuvo inalterable, generando prácticas que  obstaculizaron el desarrollo institucional y profesional de la cultura. Carecemos de dirigentes en esta área que, a través de la colaboración, impulsen proyectos legales que promuevan la igualdad laboral así como la transparencia en las instituciones pertinentes.

La discordia entre las élites de la cultura y la administración actual no ha sido disimulada, existe un desacuerdo que tiene sus orígenes en una idealización sobre el papel que el artista y el intelectual fungen en la sociedad. Se piensa que estas figuras están exentas de las determinaciones económicas y de clase, lo cual es una afirmación temeraria porque significaría que son seres humanos completamente libres, por encima de todos los demás. Y dicha comprensión sólo ha promovido la desigualdad y una corriente de opinión pública que exenta a los artistas tanto como a los intelectuales de rendir cuentas ante la sociedad por los recursos públicos recibidos.

El tema de fondo en la disputa sobre la extinción de los fideicomisos no puede limitarse a la versión maniquea de que la presente administración está en contra del arte y la cultura porque lo que subyace a ello es un sacudimiento a la ideología dominante de las élites, quienes impulsaron una visión del arte y de la cultura que podía exigir al Estado sin rendirle cuentas. Esto es grave porque no es una rendición de cuentas exclusivamente a los funcionarios públicos sino a la sociedad en su totalidad y precisamente la figura del fideicomiso es un obstáculo para la transparencia.

La discusión en la Cámara de Diputados sobre la extinción de los fideicomisos no implica la extinción de los apoyos gubernamentales sino una reforma administrativa de gran calado que facultará a las secretarías correspondientes para retomar tales partidas e incluirlas en sus tareas esenciales. Esto favorece al desarrollo institucional de la cultura y al mismo tiempo a la población dado que el ejercicio de dichos recursos dependerá menos de los gustos y las arbitrariedades de ciertos grupos privilegiados.

Esto es un paso importante para la democratización de la cultura y un punto de partida para discutir aquellos temas que quedaron como intocables durante el periodo neoliberal: ninguna función social está exenta de intereses y disputas por la hegemonía. Grandes intelectuales como Antonio Gramsci y Adolfo Sánchez Vázquez insistieron en que el arte es una práctica social más, que a pesar de tener sus propias determinaciones como campo específico de la acción humana debe ser analizada considerando las correlaciones de fuerza entre los grupos dominantes.

Los artistas y los trabajadores de la cultura no son un grupo homogéneo, es necesario reiterarlo, existen diferencias salariales y de capital simbólico que casi siempre afectan a los más jóvenes. El arte no puede perdurar con una juventud precaria, se requiere que los más beneficiados dejen de depender de los recursos públicos para abrir paso a las nuevas generaciones.

La distancia entre la población y la cultura no sólo es consecuencia de una mala administración pública, también es resultado de la renuncia por parte de los artistas y los intelectuales de sus deberes políticos con la población: abandonaron la exigencia de una educación pública para todos y de una mejor distribución de los recursos públicos. El abandono de estos temas provocó un distanciamiento educativo y simbólico que finalmente propició un rechazo por parte de la población a manifestaciones artísticas que no les dicen nada, porque la apreciación y el goce del arte requieren de un ambiente permeado de dignidad, y frente a tanta pobreza y violencia resulta muy soberbio exigirle a la sociedad que defienda “abstracta y desinteresadamente” a la cultura.

*Tesista de la Licenciatura en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Integrante del Consejo Consultivo de Jóvenes de Cultura UNAM  y del Consejo Editorial de la Revista de la Universidad. Fue representante estudiantil en el Consejo Académico del Área de las Humanidades y las Artes de la UNAM de 2016 a 2018.