A finales de la década de los sesenta, la población estudiantil del país alcanzó la mayor conciencia y participación social como no se ha vuelto a ver. El 2 de octubre de 1968 fue el punto de partida.
Esos estudiantes destacaban por su juventud y compromiso. Desde la secundaria participaban activamente en el movimiento que se estaba gestando a nivel nacional al unísono con movimientos similares en otras naciones.
Jóvenes que, aun adolescentes, entendían la necesidad de hacerse escuchar, lo mismo que los preparatorianos, los universitarios y los trabajadores.
Adolescentes que portaban el clásico uniforme color caqui de camisola y corbata.
Muchachos que eran correteados por las fuerzas públicas cuando los sorprendían ya fuera repartiendo volantes, ya fuera haciendo pintas, ya fuera pegando propaganda alusiva al movimiento en los muros que se les atravesaban.
No había teléfonos celulares. No había internet, pero si había ganas de participar y estrategias para hacerlo. No pocas veces supieron de recibir macanazos por su osadía.
Sí. Esos jóvenes sabían algo, sentían algo, luchaban por algo. Habían crecido y deseaban aportar su ímpetu a una causa justa.
Y si los estudiantes de secundaria mostraban esa sensibilidad social, imaginemos la dimensión en preparatorianos y en universitarios.
Esa participación propositiva y sensibilidad social solo pudo tener un origen: La educación recibida en casa por parte de los padres y la educación recibida en las escuelas por parte de los maestros.
Era aquella una educación con carácter nacionalista, ambiciosa, con visión de futuro. Una educación donde el proyecto inducía al trabajo en equipo a padres, maestros y alumnos. Una educación crítica, científica y humana basada en valores.
Sí. Esos estudiantes atendían, entendían, aprendían, criticaban, forjaban objetivos y peleaban por ellos. Una actitud digna imprimida por los progenitores y por los profesores que se comprometían en su responsabilidad de generar ciudadanos con criterio social y humano.
Si la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico), hubiera existido y evaluado a los jóvenes en aquella época, seguramente no hubiéramos aparecido en el último lugar de los países miembros y nuestro promedio en los rubros que le interesa y califica estaría muy por encima del que arrojamos actualmente.
Si alguien lo duda, basta con arrimarse a una persona que fue estudiante de aquel entonces, no importa que solo haya acudido unos cuantos años a la escuela. Seguramente hoy es un adulto mayor y sin embargo los va a sorprender la permanencia de los conocimientos adquiridos, que por cierto hoy llamamos aprendizajes significativos.
¿Y entonces qué pasó? ¿Por qué caminamos hacia atrás? ¿Quién y por qué decidió cambiarle el rumbo a la educación? ¿Con qué fin?
Coincidentemente los cambios en el proyecto educativo nacional surgen después del 68, se aterrizan en la década de los setenta y de allí hasta la fecha se interviene en varias ocasiones en los planes y programas del nivel básico obteniendo los resultados por todos conocidos.
En una nación democrática como se ha definido la nuestra, los gobernantes acceden al poder por la vía del voto como resultado de convencer al electorado de sus intenciones de generar el bienestar común al pueblo que les brindo su confianza. Campaña tras campaña se hace la misma oferta.
¿En verdad en todo este tiempo no ha existido quien observe que el bienestar social tiene como base un sólido y congruente sistema educativo?
Haber eliminado durante tantos años la educación cívica y en valores. Haber mediatizado el comportamiento social. Haber implementado proyectos educativos ajenos a nuestra idiosincrasia sin siquiera dejarlos consolidar cuando ya atrás venia otro.
Haber castigado el presupuesto para la educación. Haber metido mano a las escuelas normales para dirigir la formación de los maestros. Haber dejado pasar tantas generaciones no reconociendo el paulatino deterioro educativo. ¿Cómo se tiene que leer?
Si el punto en que nos encontramos es resultado de la indiferencia, de la inoperancia o de la ignorancia, ¡Qué triste historia nos ha tocado vivir!, pero si es consecuencia de un proyecto preconcebido para que el pueblo no se vuelva a organizar en defensa de su derecho a una vida digna ¡Qué trágico error!
Quizá en su momento pudo haber unos cuantos beneficiarios de un posible proyecto oscuro y probablemente algunos de ellos ya no viven, pero si ésta última fue la intención seguramente no dimensionaron la magnitud del daño social que provocaría una decisión así.
Hoy, recomponer el tejido de toda la sociedad suena como un imposible. Hacerlo requeriría de la participación decidida y sin mezquindad de todos los sectores, incluyendo los del poder económico, religioso, mediático y político. Corregir lo que se provocó y convirtió en una forma normal de vivir, irónicamente se vuelve contra natura.
¿Lograremos ponernos de acuerdo en las estrategias de recomposición social que exige la situación actual?
Todos debemos desear que se den los acuerdos y compromisos honestos para rescatar nuestro sistema educativo, que por lógica es la plataforma de despegue que requiere una sociedad dispuesta a reinventarse.
Trabajar en la recuperación de la conciencia social no admite demora.
Todos somos educación.