Por René González y David Toriz

*La cultura política guiada por la moral es posible.

La figura del general Emiliano Zapata Salazar como símbolo universal de la lucha por la justicia, en ocasiones, ha terminado por eclipsar una gesta libertaria que siempre fue colectiva. La historia del Ejercito Libertador del Sur y del Centro estuvo conformado por hombres y mujeres libres provenientes de distintas regiones del país que encontraron en el ideario agrario zapatista un eco de sus propias reivindicaciones y demandas históricas, así como un espacio político que promovía los valores propios de sus comunidades.

A diferencia de los grandes ejércitos que se conformaron en el norte de México para secundar el llamado insurreccional de Francisco I. Madero, bajo la bandera antirreeleccionista; el ejercito que se aglutinó en torno a la figura de Zapata, estuvo compuesto predominantemente por campesinos que habían padecido el despojo de sus tierras o que se veían sometidos a las presiones de la agricultura comercial de las grandes haciendas azucareras asentadas en Morelos: comunidades de origen indígena y pequeños propietarios, peones de haciendas sin tierra, maestros rurales, comerciantes y trabajadores fabriles; todos ellos encontraron en la lucha agrarista, su propio aliciente para sumarse a la revolución maderista de 1910.

Los primeros levantamientos en el sur de México se dieron en febrero de 1911, a cargo del viejo liberal Gabriel Tepepa quien tomó Tlalquiltenango, y no dudó en considerar esta insurrección como la continuidad de la lucha republicana. Los grupos que conformaron el Ejercito Libertador del Sur, dirigidos por el propio Zapata tuvieron su primera acción armada en Villa de Ayala en marzo de 1911 y a partir de ahí, emprendieron una exitosa campaña que los llevó a ocupar, primero todo el estado de Morelos, luego el estado de Guerrero, y paulatinamente, las zonas limítrofes y algunas capitales de los estados de Puebla, Tlaxcala, Oaxaca, México, y la misma Ciudad de México; a partir de sumar a todos los dirigentes locales que se iban levantando en armas.

Su convicción agrarista no fue impedimento para sumar a los obreros de las zonas fabriles que fueron ocupando, y al ir venciendo a las tropas federales, sumaron un numeroso ejército de base eminentemente popular. Este origen de clase y rural, tampoco fue impedimento para que intelectuales locales como el maestro Otilio Montaño, o de origen urbano como Dolores Jiménez del Muro o Gildardo Magaña, se convirtieran en ideólogos que organizaron los argumentos para presentar las demandas de los pueblos levantados en armas.

Sin embargo, precisamente esta conformación profundamente popular del Ejercito Libertador del Sur, es fundamental para entender el rechazo que provocó entre amplios sectores urbanos las acciones bélicas del ejército suriano, e incluso la estigmatización entre algunos sectores revolucionarios, por lo que rápidamente fueron considerados como bandoleros.

La violenta represión con que los gobiernos federales –porfiristas y revolucionarios- enfrentaron a la insurrección de los campesinos de Morelos fue una constante, -solo atenuada por generales progresistas como Felipe Ángeles-, y se correspondió con la histeria clasista y racista que calificó a Emiliano como un Atila, y a su ejército de los pobres como hordas salvajes sedientas de sangre y revancha.

Pero, la violencia revolucionaria que sí se llegó a desbordar entre muchos de sus militantes, fue siempre tratada de corregir y direccionar por el propio Cuartel General del ELS; en primera instancia, con la redacción del primer manifiesto político, que le diera a un ejército revolucionario campesino una ideología propia: el Plan de Ayala de 1911, el mismo documento que normaría el reparto agrario aplicado en los territorios que los zapatistas llegaron a controlar. Pero, al continuar la guerra contra los ejércitos de Victoriano Huerta, y después de Venustiano Carranza, fueron frecuentes las circulares, decretos y órdenes que el Cuartel General emitía para normar la actuación de sus tropas al tener que vincularse con las poblaciones civiles de sus áreas de influencia.

Las instrucciones a los jefes y oficiales, así como las leyes de derechos y obligaciones de los pueblos, trataron de normar la conducta de las tropas y evitar los abusos, apelando a la moral de los zapatistas. El llamado a respetar a los pueblos, de los que provenía sus propios combatientes, se convirtió en una constante en las órdenes que expedía desde el Cuartel General de Tlaltizapán: para moralizar a sus soldados apelaron a su conciencia de clase explotada y al orgullo de asumirse como sus defensores; así mismo se promovía que fueran los propios pueblos quienes nombraran a sus autoridades, con quienes los combatientes zapatistas entrarían en relaciones de respeto; así se dio una  recuperación histórica de la concepción del gobierno como servicio que ya existían entre las comunidades, y la proyección nacional de una concepción política propia, donde el poder solo tiene sentido al servicio del pueblo.

Este código moral se difundió y aplicó en sus momentos de mayor expansión política y territorial entre 1913 y 1915, concretándose en actos de justicia por medio del reparto agrario.

Durante el repliegue militar -que terminó de acorralar a los campesinos y dirigentes zapatistas en los confines de Morelos-, los abusos propios de la guerra fueron más frecuentes en sus áreas de influencia; pero estos hechos no descalifican la trascendencia de la política que nos legó el Ejercito Libertador del Sur, y el ejemplo que sostuvo hasta la muerte su principal dirigente. Ellos supieron poner las necesidades y demandas sociales por encima de los intereses o ambiciones personales, pero, sobre todo, supieron restituir a los pueblos vejados y despojados como el sujeto principal de la historia.

En tiempos en que impera el pragmatismo y se sacrifican los principios en búsqueda de ganancias, cualquier llamado a moralizar el ejercicio de la política se considerará anacrónico; en cambio, en las duras condiciones que impuso la revolución, desde los dirigentes, los militantes y las bases de apoyo del Ejercito Libertador del Sur, supieron mantener una relación entre ética y política que sigue interpelando a cualquier lucha social.

El triunfo del zapatismo es constituirse como cultura política propia. Asidero verdadero de las ansiadas transformaciones del siglo XXI.