La gestión del presidente López Obrador ha estado llena de claroscuros, aplausos, críticas y un sinfín de contradicciones que aparecen cada vez que el tabasqueño dice o hace algo en cualquier tema que trate.

La conferencia mañanera le ha ganado muchas simpatías y aplausos entre sus seguidores, pero también el enojo y desprecio de sus rivales quienes buscan una oportunidad para atacarlo.

Eso lo ha expuesto en demasía porque ha dejado abiertos muchos flancos, entre ellos los de su inquietante personalidad, que en ocasiones no coincide con la de un hombre emocionalmente estable.

Basta escuchar sus discursos triunfalistas donde a toda costa busca convencer a propios y a extraños de que el país ha cambiado desde que él está al frente del gobierno federal, cuando la realidad dice que no es así.

El alto grado de narcisismo negativo del presidente es evidente. Los rasgos de su personalidad asoman a cada momento y por lo que se ve, ninguno de sus asesores lo ha detectado, o quizás sí, pero es posible que no se lo comenten para no llevarle la contraria. Su tozudez no permite recibir consejos ni crítica alguna.

Todos los días trata de mostrar una imagen fuerte y positiva de sí mismo, utiliza el auto elogio en lugares que le son favorables y en ese mismo sitio, exhibe y confronta con quien no está de acuerdo con sus acciones, ganándose el aplauso fácil y adulador. Este comportamiento es típico en personas con Trastorno de Personalidad Narcisista.

Aunque todos los seres humanos necesitan una ligera dosis de narcisismo aceptable para adaptarse a los avatares de la vida, para un jefe de Estado es necesario tener rasgos narcisistas fuertes y equilibrados para hacerse respetar ante sus gobernados y demostrar habilidad para la toma de decisiones a favor de la comunidad, sin que esto signifique estar por encima de ella. Y en el caso del presidente, ese es el detalle. Su narcisismo negativo no suma, solo divide.

En nuestro país, lamentablemente nadie ha considerado darle la importancia necesaria a la salud mental entre sus habitantes y mucho menos con los funcionarios públicos, incluidos los presidentes. Y esa ha sido la constante de la clase política de todos los tiempos.

Las acciones son muy evidentes: Necesidad de admiración constante, exageración de los logros, carencia de empatía, choque constante para quienes no están de acuerdo con sus decisiones y esperan de todo el mundo un trato especial debido a que se sienten superiores e iluminados.

No olvidemos a Carlos Salinas de Gortari, a Ernesto Zedillo, a Vicente Fox, a Felipe Calderón, a Enrique Peña Nieto y funcionarios que les acompañaron en sus respectivos sexenios, a quienes el poder les elevó su narcicismo negativo con los resultados políticos de todos conocidos.

Actualmente López Obrador ha dejado flancos que, aunque muchos no le dan la importancia debida, repite el comportamiento enfermizo que tuvieron sus antecesores.  Para fortuna del tabasqueño pocos lo notan, pero para los profesionales de la salud mental, es evidente que el mandatario tiene esa característica tan especial.

Los 98 logros de su gobierno que tanto ha festejado, son simplemente un discurso que busca el aplauso y contrasta con la realidad que se vive en el México bronco, que muy poco ha cambiado y todo indica que no cambiará. Un triunfalismo propio de los poseedores de un trastorno narcisista de la personalidad negativa.

Aun así, cada mañana, al despertar, el presidente lleno de optimismo y alegría se ve en el espejo y se dice así mismo: Encantado de haberme conocido…