Desde que llegó a nuestro país extraditado de España, acusado de realizar operaciones con recursos de procedencia ilícita, asociación delictuosa y cohecho, Emilio Lozoya se ha vuelto el hombre del que más se habla en los círculos políticos del país.

De inicio, la forma tan amable de ser tratado por las autoridades mexicanas, no es acorde al tamaño de los delitos cometidos durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, donde Lozoya fue el constructor de una extensa red de complicidades entre la empresa brasileña Odebrecht y el peñismo.

Esa bondad inesperada provoca incertidumbre. Pocos entienden la manera sumisa en que la Fiscalía General de la República está tratando al hombre que, hace tres años, amenazaba diciendo que él tenía todos los recursos del mundo para romperle la madre a quien quisiera. 

Ubicado en un lujoso hospital de la ciudad de México donde es atendido de un presunto problema estomacal, Lozoya ha dictado la agenda informativa con una estrategia de defensa muy agresiva, encabezada por su abogado,  el jurista español Baltazar Garzón

Hábil como pocos, Lozoya ha encomendado al famoso abogado su defensa y todo parece indicar que va ganando terreno. La fiscalía no reacciona con rapidez y si todo sigue como hasta ahora, que a nadie sorprenda que al ex director de Pemex, lo declaren inocente de todas las acusaciones que pesan sobre él.  

Por lo pronto, han filtrado  a los medios, nombres, fechas y datos que ensucian la reputación de muchos personajes políticos que fueron beneficiados por la trampa corruptora de Lozoya. 

En este movimiento de piezas, algunos de esos afectados se defienden, otros exigen pruebas, sin que hasta el momento sean exhibidas, pero el escándalo mediático ha estallado.

En el escenario colectivo ya hay culpables, traidores, víctimas, responsables y villanos. No importa que todo este juego se lleve a cabo solamente en los medios de comunicación. La justicia real, aun no actúa, ni ha dictado sentencia. El camino aún es muy largo, pero mediáticamente ya hay un veredicto. El mismo que dicta la vox populi, pero no sirve de mucho. Es solo apariencia.

Dice el presidente Andrés Manuel López Obrador, que Lozoya es testigo protegido y es por eso que el trato hacia él es respetuoso. Advierte que lo que diga, servirá para conocer las corruptelas del pasado, pero de ninguna manera es suficiente. Es un argumento que a nadie convence.

El caso Lozoya se encuentra en suspenso. Nadie conoce las pruebas que dice tener para hundir a sus ex jefes Luis Videgaray y Enrique Peña Nieto. Éstos y los otros acusados esperan el momento justo para defenderse. En esta guerra de estrategias,  es muy probable, que nadie pise la cárcel.

En tanto la fiscalía no actúe con la firmeza debida y la gente de Lozoya siga litigando en los medios de comunicación, aprovechando los huecos de la justicia mexicana, lamentablemente todo seguirá como hasta ahora.

No sería una buena señal para la salud de la república que un hombre que encabezó una mafia corruptora en el sexenio pasado como Emilio Lozoya, no sea juzgado con la atingencia necesaria. Sería una mancha imborrable y pesada.

El anhelo de la gente que voto en contra de ese viejo sistema, sería destruido. La oportunidad para el gobierno de López Obrador de encabezar una cruzada anticorrupción es ahora mismo. Más tarde de nada serviría.

Desde luego que hay culpables señalados, pero solo mediáticamente. En tanto nadie del caso Lozoya pise la cárcel y se haga un juicio justo, difícilmente alguien volverá a creer en la cuarta transformación. No queda otra más que esperar. Es ahora o nunca porque hasta no ver, no creer.