Redacción

Fue creada en 1862 y cerrada de manera definitiva en 1933. Esta ubicada en lo que hoy son las calles de Arcos de Belén y Niños Héroes, en el centro de la Ciudad de México. Se trata de la cárcel de Belén, un recinto que hoy lleva por nombre Revolución y funciona como una escuela primaria.

Antes de ser una cárcel y una escuela, servía como colegio. La edificación se construyó en 1683, y en ella se estableció el Colegio de San Miguel de Belén. Este originalmente fue concebido como un refugio para mujeres desprotegidas, por el padre Domingo Pérez de Barcia. Se instaló en una residencia de su propiedad en el rumbo de Belén, que a finales del siglo XVII se ubicaba a las afueras de la Ciudad de México.

El recinto pronto se vio rebasado, por esto fue necesario dividir sus espacios para dar cabida a todas las mujeres que buscaban cobijo. Con el aumento de las mujeres que llegaban fue necesario abrir un oratorio propio que fue bendecido por el obispo Francisco Aguiar y Seijas en 1684. Al padre Barcia se unió el sacerdote Lázaro Fernández, y gracias a ellos se logro construir un enorme edificio.

A merced de las leyes de reforma, en 1863 se convirtió en cárcel. Debido a la complicada situación que se vivía en el país desde 1862, con la intervención francesa, y posteriormente con la llegada del emperador Maximiliano de Habsburgo, poco se pudo hacer con la cárcel, que desde un principio empezó mal, pues no era un inmueble adecuado para ello.

Esta sería una de las prisiones más temidas durante la época conocida como el Porfiriato, que fue el periodo en el que el expresidente Porfirio Díaz estuvo al mando del país.

Fue el 20 de noviembre de 1934 cuando se le volvió a dar otro uso, pues en esa fecha se volvió a inaugurar, ahora como una escuela primaria llamada Revolución, que aún sigue en funcionamiento. Fue una obra destacada del presidente Abelardo Rodríguez, y diez años antes de su inauguración, ya había sido ideada por José Vasconcelos.

El acto de inauguración como primaria fue iniciado por el licenciado Aarón Sáenz, quien fungía como jefe del Departamento del Distrito Federal. Lo hizo con estas palabras:

“Nunca podremos justificar el gasto oficial de una o más escuelas superiores y, en mi modesto juicio, ni el de Universidad alguna por el momento, si antes no hemos prodigado previamente la instrucción mínima y general que realiza la escuela primaria en todo el país; pero no en la escuela primaria del tipo porfirista, porque nuestro deber ineludible es crear ya sin imitaciones extranjeras y con el alma y la inteligencia puestas en nuestro propio medio y en nuestra propia alma colectiva, el tipo que ha de tener la escuela primaria de la Revolución que yo no puedo entender y sentir sino dentro de fuertes y persistentes finalidades utilitarias.”

Una temida cárcel

El tiempo que duró como prisión, se cuenta que fue muy difícil para los presos que llegaban al lugar. El desayuno para los más de 1,400 internos que se encontraban hacinados en las celdas constaba de un atole y un pambazo. Para la comida, les proporcionaban un caldo insaboro acompañado de un hueso que tenía algunas hebras de carne. Otras veces les daban un arroz quebrado mal hecho.

Si el preso o la presa no contaban con un traste en donde se les sirviera la comida, esta se les servía en sus sombreros o en cacharros de barro despostillados y sucios, en los que llegaban a comer hasta tres internos a la vez.

En el lugar no había camas ni catres, el suelo era lo único a lo que tenían derecho durante las horas de la pernocta, que si bien les iba, podían recostarse sobre cartones o petates que les daban sus familiares en las visitas. En el lugar se encarcelaba tanto a hombres como a mujeres y niños. La mayoría andaba con ropas rasgadas y viejas, pues en el lugar no les proporcionaban vestimentas.

Las mujeres tenían que prostituirse con los celadores para poder cubrir el gasto de su liberación, cuando esta llegaba. También podía encontrarse a todo tipo de infractores conviviendo. Aquellas que eran casi niñas con prostitutas, infanticidas con chicas que habían cometido pequeños robos con la intención de no morir de hambre.

Muchos de los presos encontraban la forma de terminar con ese infierno, únicamente suicidándose. Se colgaban en sus celdas.

Las galeras de la cárcel no eran mejores, pues sufrían de humedad en las celdas, además los presos estaban obligados a hacer sus necesidades en barriles, además de que enfermedades como sarna, sífilis, herpes o escorbuto se propagaban con facilidad y sin control.

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