Lo aprendí en mi juventud… / Por María Luisa Prado

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Desde pequeña, mi papá me inculcó el amor a Cuba. Él formaba parte de un grupo social con ideología de izquierda. En ese entonces me hablaba del Che, de Fidel y de muchos revolucionarios que me sirvieron de modelo para formar una personalidad contestataria y rebelde, misma que me ha servido para sobrevivir en este mundo de reglas absurdas e ideas frágiles.

Conocí profundamente el canto de Silvio y de Pablo entre otros. Leí con atención a José Martí y a Nicolás Guillén. Investigué los detalles de la Revolución y prácticamente me convertí en una mujer pro cubana de punta a punta.

En la preparatoria mis amigos me admiraban y me odiaban. Cuando me tocaba exponer un tema, siempre ocupaba algo de la isla, un autor, un libro o una canción. A muchos les gustaba y lo aplaudían, a otros les sonaba a mentada de madre. Lo cual es muy normal.

Con todo esto y para mi mala fortuna no he tenido oportunidad de visitar Cuba, pero sé que un día de éstos estaré por allá, bebiendo mojito y disfrutando un café inolvidable y abrazando a Emilia y a su familia. Esa una deuda pendiente conmigo.

Así, pasó el tiempo y sin cambiar mis convicciones, seguí mi camino hacia la Universidad, donde pude equilibrar mi exagerado gusto por Cuba. Después me volví más universal. Aunque mi corazón conserva aún un amor entrañable por ese país.

Y bueno, esto que les platico viene al caso por lo que me ocurrió el pasado fin de semana. Fue una experiencia agridulce que me gustaría contarles.

Resulta que a fui a visitar a mi amigo Leo y por coincidencia estaba con él, Emilia, una chica cubana que fue su novia durante algún tiempo, y pese a que no consolidaron su relación, aún conservan su amistad.

Leo me dijo que cada seis meses va por Emilia para que pase unos días en México y le ayude en algunos proyectos de trabajo. Obviamente le paga, situación que aprovecha Emilia para abastecerse de algunos víveres y llevarlos a su familia para que puedan subsistir a esa crisis humanitaria que viven desde hace mucho tiempo.

Y es que pasan los años y el pueblo cubano resiste valiente un boicot imbécil que les priva de los más elementales recursos para vivir. Aun así, siguen alegres, solidarios, bailadores y dignos. Su esencia no cambia. Lo comprobé con Emilia.

La dignidad sigue siendo su bandera ante las injusticias de un mundo que se encarga de tener poder económico y político sin importar el precio al que se obtenga.

Con mi agudeza emocional, – mi yo metiche, más bien- comencé a platicar con Emilia e irremediablemente le pregunté sobre las condiciones en que viven actualmente en la isla para confirmar o desmentir lo que se dice en el mundo.

El relato que me hizo Emilia, me conmovió, me indignó y aunque no lloré ahí con ella, al volver a casa no pude resistirme y todo el camino de regreso a mi departamento me la pasé llorando y buscando soluciones, que lamentablemente no pude encontrar. Quién sabe cuánto tiempo durará esta situación.

Me contó, entre otras cosas, que no hay comida en ningún lado. Solo pueden conseguirla en tiendas especiales que reciben tarjetas cuyos recursos vienen del extranjero. Los cubanos que están fuera de su país, les envían esas remesas y con ese recurso compran algunos artículos.

Incluso me dijo que, aunque se tenga dinero en efectivo, muchas veces no se puede comprar nada, salvo en el mercado negro.

Lo poco que existe, por lógica está muy demandado y se agota rápidamente. Las filas para adquirir productos de primera necesidad son interminables. Mucha gente no alcanza nada y se queda sin comer. En el caso de Emilia es peor, porque tiene que ir a trabajar y no tiene tiempo ni siquiera de formarse. El trabajo la absorbe.

La narrativa de Emilia me congeló el alma. Lo que viven es muy feo. Me contó de las penurias que vivieron por la pandemia y las muchas muertes que provocó el covid. La falta de recursos, de medicinas y de víveres es real. Saberlo en viva voz de Emy, cala los huesos.

Cada cubano hace un esfuerzo individual para vivir su día y muchos se quedan en el intento. Hoy, Nicaragua es el país al que emigran para buscar cambiar su vida y su suerte. Muchos mueren en el intento. Y lo peor de todo es que está situación parece no tener fin.

Me habló de las broncas políticas del partido oficial, de la educación, de lo bueno que son en el deporte, del baile, de la brujería y más, dejándome con los ojos y las emociones a flor de piel.

Fue un día entero escuchando a Emilia. Ella, viva, optimista y feliz me decía que nunca hay que perder la esperanza, y que no vale la pena quejarse. Lo mejor es vivir con alegría. Y cuánta razón tiene.

Medité mucho tiempo. Nosotros nos quejamos de pendejadas, de cosas simples y materiales. De lo importante nadie se acuerda. Aquí es solo tener y acaparar cosas materiales y adquirir poder. Nos frustramos fácilmente teniendo todo o casi todo a la mano.  Allá, tomar un vaso con leche es un privilegio. Y no lo valoramos y eso es lamentable.

Emilia me dejó una gran lección de vida. Su temple ante la situación política y económica que vive su país, me causó admiración plena. Su inteligencia, su brillo, su piel morena y su aura, me hacen confirmar que Cuba y su gente son inolvidables, valientes y dignos. Sí, así como me lo dijo mi papá y como lo aprendí en mi juventud.