Lula es pueblo / Por René González y David Toriz

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En la historia reciente brasileña, todos los proyectos de izquierda, sean revolucionarios o solo reformadores, que disputaron el poder político se han enfrentado a la férrea oposición de un sector social vertical, surgido de las castas coloniales. Durante el siglo XX, no fueron pocas las veces que confluyeron los intereses de las oligarquías económicas con las élites militares, para acabar con cualquier intento de reformas sociales por medio de asonadas militares y dictaduras.

En este contexto, es notable el ejemplo de constancia de Luiz Inácio Lula da Silva que lo llevó a alcanzar la Presidencia del Brasil en 2003, luego de tres intentos fallidos como candidato del Partido de los Trabajadores. Si acceder al poder ya es un mérito en el complejo escenario político brasileño, sus resultados dejan constancia de un gobierno eficaz, al momento de cumplir sus compromisos de campaña. 

El programa Hambre Cero (Fome Zero) aplicado durante el gobierno de Lula Da Silva, consiguió importantes avances en política social durante las sucesivas gestiones del propio Lula y Dilma Dousseff. La combinación de diversas estrategias, que fortalecieran la seguridad alimentaria o la transferencia directa de recursos a las familias más pobres por medio de la tarjeta Bolsa Familia, tuvo resultados que las mismas agencias internacionales no escatimaron en reconocer:  En la primera década del siglo XXI, la proporción de personas hambrientas se redujo en un tercio en Brasil (FAO, 2011). Entre 2003 y 2009, justo los dos periodos de su presidencia, el número de personas viviendo en la pobreza descendió en 20 millones (Grupo de Tareas de Naciones Unidas para la Crisis Alimentaria Mundial, 2010).

Su enorme popularidad (Lula dejó la presidencia rondando el 90% de aprobación), fue suficiente para impulsar a su compañera de partido Dilma Rousseeff como sucesora y ser la primera mujer en alcanzar la Presidencia.

Dilma enfrentó dos problemas que no pudo o quiso atender a tiempo; las constantes denuncias de corrupción hacía integrantes de su gobierno (la mayor de las veces mediáticas) que implantaron la idea que el mismo Lula era corrupto al solapar a sus compañeros (en la típica estrategia de la guerra sucia); y la falta de procesos de concientización para las masas que el gobierno petista logró sacar de la pobreza, quienes rápidamente, se sintieron más identificados con los valores individualistas promovidos por el mercado neoliberal y tomaron como ideal de vida a la clase media adoptando en innumerables casos, sus prejuicios clasistas y racistas, tan extendidos en Brasil.

Durante la gestión duramente atacada de Dilma, la derecha fue construyendo las condiciones para su inevitable regreso al poder; en el fondo los conservadores nunca han perdonado que un obrero de origen humilde gobernara el gigante del sur y sacara a millones de brasileños de la pobreza.

En 2018, los conservadores llevaron a la cárcel durante 20 meses a Lula, con infundios y artimañas legaloides, pensando en que lo sacarían de toda posibilidad de volver a la vida pública. El hombre que fue elegido en 2010 el primer lugar en la lista de las 100 personas más influyentes del mundo según la revista Time, y que en 2012 venció un cáncer de garganta, nuevamente se puso de pie, reconstruyó su discurso y los caminos organizativos de las bases sociales del Partido de los Trabajadores; en cuanto puso un pie en libertad desafió al régimen retrograda de Bolsonaro.

El domingo 30 de octubre, en segunda vuelta Lula da Silva ha sido electo nuevamente presidente de Brasil, con 60 millones 345 mil 999 votos, el 50.9% contra el 49.1% de Jair Bolsonaro; en votos la diferencia es de más de dos millones de voluntades. El actual presidente de Brasil ha guardado silencio sobre su derrota, no obstante, el sistema electoral funcionó con imparcialidad y eficacia. Las bases derechistas han comenzado a realizar bloqueos y han acudido a los cuarteles en Sao Paulo, Brasilia y Río de Janeiro para pedir a los militares un golpe de estado antes de la asunción de Lula. Por lo que se avizora un periodo convulso por el resentimiento de las elites clasistas de Brasil al perder el poder.

En el actual escenario Lula tiene a su favor la voluntad mayoritaria de su pueblo, expresada pacífica y constitucionalmente en las urnas; lo han reconocido la mayor parte de los gobiernos de América, donde soplan inéditos vientos de cambio.

En México Andrés Manuel López Obrador confió en que el actual presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, acepte los resultados de los comicios. En charla con telefónica para felicitar a Lula da Silva, AMLO ha dicho: “(Bolsonaro) va a actuar de manera responsable porque no solo fue un triunfo legal, de manera legítima, sino ya es de conocimiento, de aceptación de todo el mundo. Esperemos que se pronuncie y de todas formas ya está muy clara la diferencia, el triunfo, la voluntad del pueblo de Brasil”.

En toda América la derecha miente y violenta casi como respira, en Brasil todo indica que los bolsonaristas se articularán como un bloque golpista y reaccionario; pero enfrente tienen a Lula, que es un dirigente popular que ha comprobado su capacidad de hacer resurgir como potencia al país del cono sur; Lula tendrá el reto de llevar a cabo- además de su proyecto de gobierno-, el proceso de concientización que no ocurrió en sus gestiones anteriores, como acompañamiento de su política, y sobre todo como camino para erradicar el clasismo y el racismo del que tristemente ha abrevado la ultra derecha.

Lula ha dicho: “Tuve un proceso de resurrección en la política brasileña. Intentaron enterrarme vivo y ahora estoy aquí para gobernar el país”.

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