Desde que el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió irse a vivir al Palacio Nacional después de convertir en museo la residencia oficial de los Pinos, un mundo maravilloso se ha instalado en la vieja casona del centro histórico.
Desde muy temprano, el presidente recibe el parte oficial de las actividades de las fuerzas especiales de seguridad, donde se revisan cifras, detalles y aparentemente se toman decisiones para ser llevadas a cabo de manera inmediata para el bien de la comunidad.
Sin embargo, contrastando totalmente con la realidad que se vive en las calles de cualquier parte de este país, luego de esas reuniones, la versión que surge de ahí, es que el país marcha muy bien y que los índices de criminalidad van a la baja.
Desde la óptica de Palacio, la seguridad es un asunto controlado y un mundo feliz se asoma en el panorama nacional. Sin embargo, la terrible realidad del México bronco, supera la narrativa optimista del gobierno actual.
Enseguida de esa puesta en escena, la mañanera es el siguiente episodio de optimismo en ese vetusto edificio. Más allá de que está convertido en un templo de adulación exagerado, donde los alabadores colman de loas al primer mandatario, lo que se dice ahí, lleva el mismo tono, la misma sincronía y el mismo ocultamiento. Es decir, desde ese lugar todo es perfecto.
Las palabras y frases alegres que desde ese lugar se expresan, suenan huecas ante lo evidente. No se valen las preguntas incómodas y si llegan a realizarse, nuevamente la astucia presidencial se impone, desviando la atención hacia otro sitio.
El recinto no permite malas noticias, el optimismo tóxico envuelve cada rincón de ese espacio. En él todo es alegría y felicidad.
Al escuchar hablar al inquilino de Palacio, parece que los problemas no existen en México. Pocas veces ha reconocido que exista alguna crisis, salvo las que son tan evidentes como el control de la pandemia y el lamentable deterioro económico del país.
Habrá que aplaudir que lo reconoce, pero vuelve a la carga y en cuanto puede, descalifica, encuentra culpables, y exhibe adversarios, buscando en todo momento una evasión que le permite, con cierto éxito, ocultar lo inocultable.
Es entonces cuando hace valer su habilidad oratoria y retoma el discurso mágico que tanto les gusta a sus seguidores, el mundo entonces, vuelve a ser maravilloso. En la retórica todo es perfecto.
Algo de magia existe en Palacio Nacional, porque desde ese lugar la visión de quien opera ahí es totalmente positiva, limpia, transparente y alentadora. En ese lugar, no hay lugar al pesimismo ni a la desesperanza.
El actual hogar del presidente Andrés Manuel López Obrador, se ha convertido en el actor principal de un optimista y hermoso cuento de hadas.
Y ese efecto maravilloso llega a cualquier funcionario que ofrece conferencias desde ese sitio. El común denominador es afirmar que todo va muy bien, inundando de cifras alegres todo lo que se muestra en ese escenario, algo que por desgracia, no alcanza para ocultar la cruda realidad que se vive en el México de la calle, el México de todos los días.
Durante el día desfilan por Palacio Nacional funcionarios de todos los niveles y calibres. Por supuesto que nadie se entrega al pesimismo. El vicio retórico es el mismo. Todo lo que sucede en México es maravilloso.
El fin de semana ocurre lo mismo. Aunque no hay grandes eventos, el presidente se encarga de ocupar el espacio mediático enviando mensajes de optimismo desde algún lugar de ese edificio colonial, nombrado Patrimonio de la Humanidad desde 1987.
Sin posibilidad alguna de objetar lo dicho desde la casona presidencial, el verbo viaja presuroso e intenta convencer a los seguidores de que todo marcha a la perfección en este país.
Pero la verdad es que no es así. Salvo pequeños detalles, muy poco ha cambiado. México sigue envuelto en la violencia, la corrupción, las traiciones y una enorme lista de problemas que no terminarán de la noche a la mañana.
Hay mucho por hacer. El verbo jamás será suficiente para enfrentar a la realidad. Son los hechos y las acciones las que cambiarán a esta bella nación, a menos de que todos nos vayamos a vivir a Palacio, porque desde ahí el mundo se ve hermoso, diferente y perfecto, casi como un cuento de hadas.