En una de las manifestaciones más grandes en la historia de México, un millón doscientas mil personas salieron a las calles para acuerparse en una infinita columna que silenciosa se extendió del Zócalo hasta Reforma.
“Más de un millón repudiaron el abuso del poder” encabezó el diario La Jornada su edición del día siguiente al histórico domingo 24 de abril.
La Marcha del Silencio convocada tras 17 días del desafuero de AMLO cimbró a México, y significó la emergencia de un nuevo movimiento de masas, anclado a la izquierda, principalmente ciudadano, que trascendía al PRD y otros partidos políticos, y significaba la irrupción de un nuevo fenómeno en la vida pública nacional: el obradorismo.
“Según cifras de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina alrededor de un millón 200 mil personas participaron en la Marcha del Silencio. La plancha del Zócalo se colmó con los manifestantes una hora antes de que Andrés Manuel López Obrador llegara con la columna que partió del Auditorio Nacional. Las calles aledañas también se vieron repletas e inclusive, ya terminado el discurso del mandatario capitalino, los contingentes seguían ingresando a la Plaza de la Constitución”. Resaltó La Jornada.
La “pejemanía” iba en ascenso, si luego de las elecciones intermedias de 2003 López Obrador tenía ya la delantera en todas las encuestas rumbo a la sucesión presidencial; el golpe de estado técnico del desafuero no hizo más que potenciar su presencia nacional y ampliar sus posibilidades reales de llegar a la silla presidencial, púes el clamor popular se volvía organización concreta de voz en voz en comités ciudadanos de resistencia en todos los rincones de México, que ese domingo 24 se movilizaron con sus propios medios para llegar en camiones, autos, bicicletas, metro o a pie para congregarse y sumarse al movimiento pacífico.
Ahí estaban los contingentes que históricamente han dado vida a la izquierda social, los sindicatos universitarios, los electricistas del SME, los petroleros disidentes, los maestros de la CNTE, las organizaciones de vivienda, los estudiantes de la UNAM, IPN, UAM, ENAH, UPN, pero sobre todo se fundaba una variopinta mezcla de ciudadanos, no militantes de partidos, eran mujeres, hombres, adultos mayores, chavos, que era la primera manifestación a la que acudían en su vida.
Como señalaron Eva Salgado Andrade y Frida Villavicencio Zarza en su artículo Reconstrucción periodística de nuevas formas de vida democrática (la “Marcha del Silencio”, abril de 2005): Otro elemento relevante fue el silencio como expresión de indignación generalizada. Durante el recorrido era impactante la ausencia total de gritos de consigna. Para reforzar el pacto de silencio muchos de los manifestantes portaban pañuelos, paliacates o tapabocas de color blanco o azul, con un moño tricolor estampado. Destacaba también la heterogénea composición de la manifestación, de todos los rangos de edades y de muy diversos estratos socioeconómicos. Si bien se observó la presencia de contingentes —partidistas, sindicales, vecinales o estudiantiles, entre otros—, buena parte de quienes recorrieron los poco más de seis kilómetros iban en pequeños grupos de amigos, en pareja, solitarios o incluso con toda la familia”.
El símbolo de esa marcha, además del inaudito silencio que perturbó a los orquestadores del complot por evocar una conmovedora disciplina social imbuida por el pacifismo, y que también fue una metáfora ante el silencio de la prensa vendida al régimen; fue un hermoso caballo de Troya. Al respecto, reseñó Jaime Avilés: “Un grupo de Coyoacán construyó una réplica del caballo de Troya con huacales de madera y lo dejó a la puerta de Palacio Nacional… Otro, pero de Iztapalapa, esculpió la efigie del señor de las botas, con su hebilla y su sombrero, pero con la nariz de Pinocho, y en el bando opuesto los coheteros mexiquenses de Tultepec aportaron un descomunal toro de alambre, de más de cinco metros de eslora de la nariz a la cola, forrado de engrudo y periódicos, y decorado con la leyenda ya habitual de “Peje el Toro es inocente”.
Aquel caballo de Troya de huacales de mercado se convirtió en un augurio, pues más temprano que tarde el pueblo organizado acabaría por imponer la fuerza de la razón, y la gran marcha estaba a punto de brindar un primer gran triunfo colectivo. Continuó Avilés: “Y no conformes con esto subían a los niños, como en los rodeos mecánicos de pueblo, y le daban vueltas en redondo al armatoste y la gente se moría de risa, tanto los jinetes como sus padres, por no mencionar que proliferaban las “estatuas” en cartón piedra de Andrés Manuel, vestido de saco y corbata con su traje gris y el rostro muy serio en el marco de su cabeza blanca, rodeado de cerdos de papel de china”.
La marcha se hizo una romería silenciosa pero apabullante y cálida. Desde las rejas de Chapultepec hasta el Zócalo ya estaba la gente como en estación del Metro en hora pico, Andrés Manuel López Obrador tuvo que caminar lentamente al llegar a la convocatoria, flotando entre la multitud que le abría un pasillo al corazón de la Patria.
Ya durante el mitin, López Obrador anunció una nueva, audaz y mágica jugada política, al afirmar ante la plancha llena a tope que el lunes siguiente retomaría sus funciones de gobernante capitalino, “como siempre, a las seis del alba, volvería a su oficina, a supervisar las obras y los programas, por- que nadie lo acusaba de ningún delito y ninguna ley se lo impide”.
Sin embargo, más allá de su referencia a la coyuntura legal, su mensaje político fue de altura de miras en la perspectiva de edificar un Proyecto Alternativo de Nación, lo que se consideró un actuar inteligente para posicionarse de cara al debate de fondo: la posibilidad de estar en la boleta electoral en 2006 con un programa transformador de gobierno, y no enredarse en la crispación ni la provocación montada desde la cúpula foxista.
AMLO refirió que la transformación que proponía “significa llevar a cabo una renovación tajante y aplicar una nueva legalidad, una nueva economía, una nueva política y una nueva convivencia social, con menos desigualdad y más justicia y equidad”. Pero aclaró que su proyecto no implicaba excluir, ni hacer a un lado a nadie “Lo que pretendemos”, dijo, es un pacto con todos los sectores del país –sociales, civiles, económicos, religiosos y políticos–, “para emprender, juntos, los cambios que demanda el país”. Es decir, mandó un mensaje de conciliación a sus adversarios para superar la crisis política, pues lo acompañaba un impresionante respaldo popular, y era momento de actuar con serenidad y esperar la respuesta política del presidente Vicente Fox ante el fracaso de la embestida legaloide.
Era el momento de comenzar a hablar del proyecto, porque la Marcha del Silencio se convirtió en una marcha de la victoria política materializada en las calles. Por ello AMLO advertía ya el devenir de la siguiente etapa del movimiento.
Al terminar la marcha, recuerda Jaime Avilés una anécdota sin parangón: “En el pequeño Sanborns de avenida Juárez, la realidad mexicana imitó a la ficción cinematográfica evocando una escena de la película Casablanca, cuando Martí Batres invitó desde los televisores a entonar el Himno Nacional y el público de la cafetería se puso de pie, se quitó sombreros y gorras, alzó el puño combativo y rompió a cantar con toda la fuerza de su ronco pecho. Era la una de la tarde. El mitin había terminado y el Zócalo estaba a reventar, pero la inmensa mayoría de la gente permanecía sobre Paseo de la Reforma, desde el edificio de la Lotería hasta el Auditorio Nacional, y no iba a dejar de llegar a la meta”.
*Este texto forma parte de un trabajo más amplio que se denomina: Los años de la resistencia, que será publicado en esta columna por entregas.