La exposición mediática que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador, terminará cansando a todos, incluyendo a sus miles de seguidores. Sin grandes avances en las acciones que ha prometido para mejorar al país, habrá que sumarle el desencanto social que se vive en cada rincón de México.

Hablando y actuando como si fuera candidato -nunca como presidente- el mandatario no ha comprendido que su obligación es gobernar a una nación de 130 millones de personas y no solo a un grupo reducido de simpatizantes que lo eligieron para gobernar un país con hambre de sed y justicia.

Sin controlar su carácter irascible e impulsivo, el presidente ha dejado de sorprender con sus arengas y discursos porque la realidad, terca y puntual, ha evidenciado que gobernar no es tan fácil como él lo pregonó a los cuatro vientos.

Los problemas que enfrenta el país ya no pueden ser ocultados ni disfrazados con buenas intenciones ni palabrería inútil. El monstruo de las mil cabezas ha despertado y amenaza con destruir la esperanza de un cambio verdadero que prometió el primer mandatario en su toma de protesta.

Sin alguien coherente a su lado, el presidente camina solo. No tiene contrapeso en sus decisiones y eso es muy peligroso para el país. No basta pararse temprano y tratar de explicar a sus condicionales que todo va muy bien. Sin autocrítica nada podrá mejorarse y ese es un grave problema.

Astuto como pocos, el mandatario desvía con gran habilidad las situaciones que no le favorecen a su actual gobierno y configura un nuevo escenario donde la víctima es él y solamente él.

Luego entonces, ya con el giro a su favor, embate, con toda la fuerza de su autoridad moral, a quien no está de acuerdo en sus acciones y en su gobierno, dejando una estela de enfrentamiento y división entre varios actores de la vida pública y por supuesto de la gente.

Con esa gran facultad que tiene de encantar con sus palabras, ha podido navegar contracorriente en sus casi dos años de gobierno. Como un mago experimentado, saca de su chistera los temas que más le convienen y deja para después los verdaderamente importantes.

Conocedor como pocos, de los tiempos políticos, cuando lo considera oportuno, entra a escena para llevar agua a su molino, convirtiéndose en un activista muy importante para su movimiento.

Parece que al presidente no le gusta ser presidente. Más bien le gusta ser candidato y más si es de oposición. Es más fácil criticar desde ese terreno que estar al mando de un poder legítimo como el que representa.

Y así es todas las mañanas, todas las tardes, todos los días. Su actuar es el mismo, el de siempre. Sin novedades y sin sorpresas. Agotados los temas importantes y sin resultados eficaces, busca entonces un nuevo enemigo a quien cargarle toda la atención y la de todos sus simpatizantes.

Ha sido tanto su desgaste que, contra su voluntad, tuvo que adelantar el asunto de juzgar a los ex presidentes, para concederle popularidad en los momentos en que la oposición comienza a ocupar espacios en este convulsionado país.

Y como lo han sido otros casos, nada cambiará. Todo seguirá igual. Solo el escándalo mediático controlará a las multitudes que buscan justicia. Solo es una catarsis y nada más. Los ofendidos por la voz presidencial seguirán impunes. Esa es la regla y así continuará. Mientras no existan consecuencias legales, nada pasará.

Sin poder controlar una pandemia peligrosa. Sin detener el crecimiento de la delincuencia organizada. Sin apuntar a un crecimiento económico serio. Sin acabar con el maldito flagelo de la corrupción y sin secretarios de Estado que lo solapen y solamente le aplaudan, y sin autocrítica, la sociedad mexicana tendrá que seguir escuchando el mismo discurso, las mismas palabras y los mismos gestos.

Agotados los temas. El presidente seguirá prometiendo y utilizando su fuerza electoral para afianzar su poder. Su voz y su imagen seguirá apareciendo en los medios. Sumará nuevos enemigos y muchos de sus seguidores comenzarán a dejar en creer en él. Será un desgaste natural y muy peligroso para él.

Los problemas seguirán aumentando. Un país dividido requiere seriedad y compromiso para unirlo, además de buena voluntad y menos egocentrismo.

Faltan cuatro largos años para que termine este sexenio. Si el gobierno del presidente quiere pasar a la historia como él lo desea, tiene que encontrar soluciones que sean de utilidad para la gran mayoría y no para unos cuantos.

Hablar y aparecer en los medios para llenar huecos no sirve de nada. La exposición mediática del presidente es demasiada. Su presencia siempre es atractiva, pero ha llegado a un punto en que todo lo que hace y dice es siempre lo mismo.

Y aunque endulce al oído a muchos, la realidad ha superado al discurso. Tanto hablar y actuar para decir lo mismo sin ningún resultado positivo llega a causar desilusión y decepción. Actuar igual y decir siempre lo mismo, llega a fastidiar al más paciente.

El discurso se agota. El disco se ha empezado a rayar y sí, decir siempre lo mismo también cansa, aunque sea el presidente…

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