Este fin de semana la pasé con una depresión tremenda. He llorado con tanta frecuencia que supongo que ya no me quedan muchas lágrimas. Mi pequeño compañero ya no aguantó una de las tantas convulsiones que le empezaron hace seis meses y decidí dormirlo para siempre.

Esta decisión me dejó culposa, enojada, frustrada y muy triste. Hice todo cuanto la veterinaria me señaló para salvar la salud de mi pequeñuelo, pero no fue suficiente. El destino de mi querido Chester estaba sellado y sería yo, quien autorizaría, el permiso para iniciar el camino hacia su trascendencia.

Tenía diez años de estar conmigo y aún recuerdo con cariño cuando llegó a mí. Era muy alivianado, Estaba perdido en el parque que está ubicado en la colonia donde viven mis padres. Me acerqué a él y creo que hubo química. Lo llevé a casa y le puse por nombre Chester.

Tengo tantas anécdotas con mi pequeño amiguito. Siempre estaba cerca de mi cuando más lo necesitaba. Era intuitivo y sabía muy bien cuando yo estaba quebrada, enojada o en otra onda.

Su voz perruna acariciaba mi alma y moviendo su cola me decía lo mucho que me amaba. Yo lo abrazaba y juntos dormíamos largas siestas para después despertar y jugar como dos niños traviesos.

Me despedía alegremente cuando me iba a trabajar y entendía perfectamente que se quedaría solo en el departamento. Obviamente que mi vecinita Consuelo le echaba un ojito mientras llegaba de mi jornada laboral.

Cuando regresaba, ahí estaba mi Chester, fiel, amable, juguetón y solidario. Éramos grandes amigos. Era mi cómplice y también mi confidente.

Él sabía de todos mis problemas. Siempre atento a mis indicaciones, parecía entenderlo todo. Se acercaba a mí, y juntos reíamos o llorábamos como locos. Era mi mejor compañía no humana.

Celoso guardián de mi integridad, le ladraba con fuerza a mi novio como queriéndole decir que me cuidara. Al final los dos terminaron siendo muy buenos camaradas.

Fue mi compañero de viaje. Él lo sabía. Simplemente se subía a mi coche y listo. Él ya sabía que saldríamos. Era muy ordenado y condescendiente.

A principios de año, Chester empezó a tener convulsiones. Me espanté tanto. Pensé que moriría en una de esas macabras experiencias. Pero, no, mi Chester era valiente. Lo llevé al doctor y le recetaron un tratamiento. Aguantó seis meses más. Su corazón no andaba muy bien, pero pudo aliviarse por un corto tiempo.

Durante este encierro provocado por la pandemia, la cercanía con Chester se hizo más fuerte. Platicaba con él de todo. Comíamos juntos y a nuestra manera nos entendíamos.

Hace dos meses, mi Chester volvió a padecer de convulsiones. Vino la veterinaria a revisarlo y me pidió que le hiciéramos algunos estudios. Hablé con Chester y le dije que no lo iba a dejar solo y que juntos lucharíamos por cuidar su salud.

Los resultados fueron desalentadores. Un soplo en el corazón estaba causándole daños a mi amiguito. Sin decírmelo claramente, la doctora me comentó que las convulsiones seguirían hasta que el cuerpo de Chester aguantara. Solo le daría medicamento para que no fueran tan dramáticos los momentos críticos.

El viernes, estuvimos jugando. Lo abracé, lo acaricié y le dije cuánto lo amaba. De pronto Chester empezó a caminar por la orilla de todo el departamento. Iba y venía una y otra vez. Daba vueltas y me volteaba a ver. Se veía  cansado.

Esa noche le volvieron a dar tres convulsiones. Lo abracé mucho. Él se quejaba bastante. A su manera me decía que algo le dolía. Le di el medicamento que le habían recetado y nos dormimos.

El sábado, de nuevo Chester empezó a caminar por todo el departamento. Iba por las orillas de cada espacio. Le ofrecí su desayuno y lo aceptó a regañadientes.

Unos minutos después, otra convulsión se apoderó de mi pequeñín. Sus ojitos estaban brillosos y parecían salirse de sus órbitas. El temblor de su cuerpo era intenso. Nada le hacía efecto. Lo apreté entre mis brazos y pensé en lo que debía hacer.

Desesperada, como pude tome mi celular y  le pedí a la veterinaria que me recomendara qué hacer. Me dijo que no había más remedio que dormir a mi pequeñito.

Entonces me dijo que vendría a mi departamento mientras mi amado Chester se debatía con los fuertes movimientos que le provocaba la última convulsión. Abrazándolo con el cuerpo y con el alma, pude agradecerle todo lo que había dado por mí. Le dije que tuviera calma. Que ese trance entre la vida y la muerte estaría rodeado de mis otros perritos que han ya habían fallecido antes.

Cuando la doctora llegó con todo lo necesario para dormir a mi Chester, no pude más y estallé en llanto. La jeringa atravesó el cuerpo tembloroso de mi perrito. Los temblores cesaron. La segunda vacuna era la definitiva. Ya en calma, la doctora empuñó la jeringa en el corazón de mi amado pequeñín. Un breve aliento, salió del hocico de Chester.  El camino hacia su trascendencia iniciaba.

He llorado y no dejaré de hacerlo. Se fue mi amiguito, mi cómplice y mi confidente. Este texto quise dedicarlo en memoria y con mucho amor a mi Chester querido.