El Grito juarista de Independencia reseñado por Guillermo Prieto nos transporta a una estampa única en la historia de las fiestas patrias. Una ceremonia austera, encabezada con una singular emotividad por Benito Juárez en 1864, durante los años de la invasión francesa, cuando el gobierno legítimo de la resistencia liberal defendía la república trashumante personalizada en el Benemérito, quien recorría un país mutilado, preservando la Patria llevada a cuestas en una carreta, luchando con su vida en prenda, escasos medios y firmes convicciones.
En su libro “Las fiestas patrias en la narrativa nacional” (2010), Emanuel Carballo señala sobre este bello texto del liberal Guillermo Prieto: “El Grito” (de 1864) es, por la precariedad de las condiciones en que se efectúa, el más emotivo y el que mejor evoca las características que tuvo el de Dolores el año de 1810. Pequeña crónica escueta y perfecta, reseña el pobre festejo que Juárez y sus íntimos colaboradores, en compañía de sus tropas escasas y mal avitualladas, celebraron durante su repliegue hacia el norte motivado por el avance de las tropas invasoras francesas”.
Guillermo Prieto (1818-1897) fue un liberal mexicano, hombre de teoría y práctica, que acompañó la lucha juarista, la recuperó en sus textos, y la clarificó en sus perspectivas ideológicas.
El de 1864 fue un Grito casi íntimo, de lo profundo de la Nación que a cuatro décadas de su Independencia defendía su soberanía contra el ejército invasor y un Imperio edificado a la sombra de la traición de los conservadores.
Las fuentes señalan que mientras, paradójicamente, Maximiliano pronuncia un discurso para celebrar el día de la independencia desde un balcón de la casa de Miguel Hidalgo en Dolores, Guanajuato, Juárez motivado por los hombres más leales a la república, conmemoraron la gesta en la hacienda de San Juan Noria Pedriceña en Durango.
Cuenta Guillermo Prieto como surgió del mismo pueblo que se había organizado para la defensa de México y presente en ese momento en el entorno de Benito Juárez en 1864, la necesidad de ratificar el significado del Grito de Dolores:
“Serían las once de la noche, cuando a la muy dudosa claridad que nos rodeaba, percibí en la tropa cierta inquietud, cierta separación de grupos, pero distantes, a la vista de los centinelas que sobresalían derechos e inmóviles como los pilares. Con extraordinaria precaución, embarrancándome en las cercas y con menos ruido que el rodar de una pluma por los suelos, penetré hasta la recamara del señor Juárez y le di parte de lo que observaba.
“El señor Juárez, vistiéndose y echándose sobre los hombros un capotillo con abertura para los brazos, y segunda capilla muy larga, me dijo: -Ve, acércate y dame cuentas de lo que ocurra, sin despertar a nadie.
“Me dirigí entonces al más numeroso de los grupos, después de contestar al quien vive, y vi a los soldados rastreando por el suelo con un afán desusado.
– ¿Qué es eso, muchachos, que buscan?
-Miren -dijo un soldado-, aquí está el Güero -y los soldados me rodearon.
– ¡Oiga! -me dijo uno de ellos-, ¿pues qué no sabe ni el día en que vive?
-Pues ¿qué sucede?
-Que esta noche es el grito, señor, ¿qué nada le dice su corazón?”
(Prieto, 1869)
Habría que imaginar ese pequeño grupo de grandes patriotas, cercanos a Juárez, quien era conocido por ser reservado y modesto, de estatura pequeña, con rasgos indígenas por su descendencia zapoteca, piel morena, cabello corto, ahí en medio de la nada y una noche septembrina, ante la adversidad de la guerra invasora, pero manteniendo intactos los principios.
Narra Guillermo Prieto: “Yo corrí a ver a Juárez, quien se impresionó profundamente, diciéndome: Coge todo el dinero que tenemos (ese todo cabía en el bolsillo de su chaleco), y dáselos para que celebren el grito los muchachos”.
El presupuesto de la Nación era un puñado de billetes que cabían en la palma de la mano, con ese recurso se organizó el Grito de los liberales.
Continúa Prieto: “Negrete, con unos cuantos, puso cortinas en nuestros cuartitos y multiplicó las luces; corrió luego y exhumó del fondo de su baúl un sarape lindísimo que tenía la forma y los colores de la bandera nacional, lo enarboló en un murillo y nuestras familias y nuestros hijos formaron el paseo cívico más original y grandioso que pueda imaginarse”.
Un sarape tricolor, una mesita, y un violín fueron la escenografía de una noche infinita:
“Alguien y no sé de dónde, proporcionó al concurso una tambora gigantesca que atronaba el espacio; y un violín alharaquiento y tumultuoso que remedaba el alboroto en su desenfreno y la epilepsia en sus más descabelladas peripecias.
“Juárez, por su parte, había reforzado una entelerida mesilla, fingiendo, con inspiración alrevesada de tapicero, una tribuna.
“Rostros alegres, almas abiertas, muchachos preguntones, perros salteadores, empleados, mujeres, etc., respirando jubilo, trémulos de emoción se agolparon a la tribuna.
“Juárez, Iglesias y Lerdo, salieron a la ventana central en medio del frenesí, del contento y las tempestades de vivas y aplausos, acompañados de la tambora y el violín que hacían trizas todas las armonías imaginables”.
Juárez da el Grito en esa hora de la Patria, cuyo gobierno usurpaba el extranjero invasor, y traicionada por los conservadores que preferían ver el avance de la intervención antes que perder sus privilegios de camarilla.
Guillermo Prieto arenga esa noche de septiembre: “decir Patria es decir amor y sentir el beso de nuestros hijos, la luz del alma de la mujer que dice te amo”. Y llama a la gente del pueblo que se acuerpó del frío “soldados vengadores de esa patria adorada”.
La fiesta nacional en un rinconcito del México profundo prosiguió al amanecer, junto al balcón dónde Benito Juárez, Presidente Legítimo de México, había dado el grito, los milicianos liberales cantaban La paloma, de la mano del maltrecho violín, atrincherados en el más grande sentimiento, entonaban los versos:
“Si a tu ventana llega un papelito,
ábrelo con cariño, que es de Benito;
mira que te procura felicidá,
mira que lo acompaña la libertá”.