Todo está en ti / Aída Flores

@missrespetos

Las palabras saltaban del papel como chispazos de lava incandescente incendiando cualquier pensamiento lógico. Una ira de esas capaces de borrar civilizaciones arrasaba con la fuerza de un incendio forestal el interior de Dios, ¡estaba que se lo llevaba el Diablo! No se había sentido tan furioso desde El Diluvio Universal, pero ante este último insulto, hasta ese castigo le parecía poca cosa. Pestes, plagas, un meteorito que arrasara a la humanidad entera. Ningún castigo le parecía suficiente.

“¡El gerente del más allá!”. ¿Qué se estaban creyendo los malditos filósofos arrogantes, pagados de sí? ¿Quién era el último de este perverso clan que se había atrevido a insultarlo de esta forma? ¡¿Qué se cree el tal Óscar de la Borbolla y por qué le da por meterse conmigo?!

“¡Hijos de la chingada!”, exclamó. Este era el último insulto que Dios estaba dispuesto a soportar. Entrecerró los ojos recordando cómo había empezado esta debacle que hoy tocaba su punto más bajo.

Debió haber sido a mediados de 1800, con ese alemán que siempre tenía cara de culo. A pesar de su semblante eternamente mal encarado, su bigote profuso le daba una comicidad involuntaria, ¡era simplemente imposible tomárselo en serio! Friedrich, se llamaba. Vino un buen día supremamente enojado a reclamarle que cierto individuo —cuyas características son de nula importancia para esta historia— estuviera también en el cielo. Friedrich explicó a Dios que era un gran insulto para él, pues ese infeliz había sido su amigo en vida hasta que se fugó con su mujer, a la que había amado más que a ninguna, y ahora encima tenía que soportarlo, paseando tan tranquilo por las nubes como si se mereciera el reino eterno. Dios, río y le explicó que lo de la mujer de tu prójimo en realidad lo había escrito Moisés en un arrebato de autonomía, que a Él eso no le parecía tan grave, al fin y al cabo, cada quién es libre de estar con quien se le dé la gana y, que para traiciones, la de Judas, que le había partido el corazón y ocasionado a él, y por supuesto a su hijo, tanto sufrimiento.

El alemán es el mejor idioma para proferir maldiciones; justo lo que hizo Friedrich. Pero Dios no podía evitar reírse de esos bigototes y no prestó atención a las amenazas de aquel curioso hombre, quien tomó su embigotada furia y agendó, lo más rápido que pudo, una cita con Buda para hacer un trato: si le concedía la gracia de la reencarnación inmediata, él se convertiría en su seguidor más fiel y llevaría su palabra a cada ser humano que encontrara en su camino. ¡Ese gordo hijo de puta! Dios nunca le perdonaría que hubiera regresado a Friedrich a la Tierra, ¡esas chingaderas no se hacen entre colegas!

Una vez reencarnado, Friedrich dedicó cada uno de sus días, horas y minutos a acumular prestigio, respeto y admiración de los intelectuales de la época. Dios, de vez en cuando, se asomaba a ver qué andaba haciendo. Reírse de las cosas tan serías que él decía enmarcadas por su bigotón, era uno de sus máximos placeres. Hasta que un día el pinche alemán declaró con toda solemnidad que Él, el Creador de Todo, el Ser Supremo, ¡estaba muerto! Así, sólo con unas cuantas palabras ¡lo mató! Dios estaba atónito, pero confiaba en que sus fieles lo ignorarían. Sin embargo, para su disgusto, tras un pequeño shock inicial, mucha gente empezó a dar por hecho que, en efecto, Él estaba muerto. El cabrón de Nietzsche no se contentó sólo con matarlo, si no que elaboró una guía de cómo debían pensar, sentir, conducirse y aspirar los humanos ahora que Él no existía más. El superhombre, llamó el muy cínico a esa raza de humanos postDios.

Después de eso vino la debacle: un tipo de apellido Freud dijo que Él había sido creado por la psique del hombre. Es decir, que Dios no había creado a los hombres a su imagen y semejanza, sino al revés, los hombres lo habían hecho una calca de sí mismos. El ojete de Camus, otro de esos tipejos, se atrevió a declarar con toda irreverencia: “Dios me aburre”, al que se le sumó un tal Wittgeinstein que pregonaba que daba lo mismo si Él existía o no, lo que importaba era el efecto que provocaba en los hombres pensar que existía. Para acabarla, un fulano de nombre Lacan lo revivió, pero reducido a mera pomada para el alma. Al menos a ese tal Sartre le daba náusea y mareo pensar en la vida sin Él que dejara toda la responsabilidad de sí mismos a los pobres mortales.

Estos cabrones habían arrastrado su rating por los suelos. Y como cereza del pastel, este último insulto del tal Óscar De la Borbolla ¡gerente del más allá! Qué desfachatez, qué atropello. Dios, entendió que se había metido con la raza equivocada, pinches filósofos, ¡estaríamos mejor con la inquisición!

Templado en medio del fuego de la ira, fue fraguando lenta y perversamente su contragolpe perfecto. Si los filósofos lo habían borrado a él, él los borraría de la faz de la Tierra. Si eché a Adán y Eva del paraíso, qué me duran estos pendejos; los voy a expulsar de cada librería, biblioteca, universidad, libro de historia y, sobre todo, ¡que se vayan olvidando, pero ya, de su influencia en la psique de los hombres! Los voy a bloquear.

Tomó una libreta y empezó a escribir frases sin sentido como: “todo está en ti”, “nunca sepas tanto que ya no tengas nada que aprender de otros”, “decreta lo que deseas al universo”, “cree en ti y todo será posible”, y más sinsentidos similares.

Así fue como Dios, mientras inventaba la autoayuda, imaginó un apocalipsis intelectual en el que los coaches de vida ocuparan los espacios en los medios, y en el que los nombres de todos sus adversarios filósofos, que alguna vez fueron admirados, serían poco a poco sustituidos en los estantes de filosofía de las librerías por las Marthas Debayles, los Oshos y los Paulos Cohelos. Se relamía de placer pensando: Cuando lo logre, juro que voy a levantarme de esta silla y a todo pulmón gritaré: ¡la filosofía ha muerto!

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