La izquierda también gana en Colombia / Por René González y David Toriz

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El reciente resultado en las elecciones presidenciales de Colombia que ubica a Gustavo Petro como puntero hacia una segunda vuelta, sin lugar a dudas es un acontecimiento histórico.

El hecho que las fuerzas políticas tradicionales de derecha y su expresión criminal, el uribismo, hayan sido derrotadas en las urnas, da cuenta de un cambio en la subjetividad política de las mayorías colombianas, que por décadas se caracterizaron por su desprecio al “mamerto” de izquierda, su condena a cualquier activismo como “subversivo” y un miedo desbordado al “comunismo” y al supuesto “castrochavismo”.

Más de 8 millones 500 mil colombianas y colombianos se sobrepusieron al miedo de cambiar, cuando en su experiencia cotidiana, eso casi siempre ha significado empeorar; para una sociedad marcada por la feroz competencia que deshumaniza, y la naturalización de los valores individualistas propios de una sociedad conservadora. Para entender la magnitud del movimiento telúrico político que en ese rincón de Sudamérica se está dando, es necesario voltear a su historia reciente para dimensionar las cadenas que se están quebrando.

Hace 74 años, con el asesinato del candidato del partido liberal, Jorge Eliecer Gaitán, en pleno centro de Bogotá el 9 de abril de 1948, (magnicidio que coincidió con el nacimiento de la nefasta OEA); la vía electoral fue cerrada violentamente, para cualquier candidato o partido político, que representara un riesgo a la oligarquía bipartidista que se había implantado en Colombia. Al levantamiento popular conocido como “el bogotazo”, se sucedió una feroz represión hacia los simpatizantes de Gaitán, en todo el territorio, que culminó en una abierta confrontación entre los partidarios de los antiguos partidos políticos, que también ocultaban pero defendían los intereses de clase de las oligarquías terratenientes.

Ahí arrancó el periodo que, en la historia de Colombia, tan solo se define con el nombre de “la Violencia”, misma que aún hoy sigue marcando la subjetividad política de los descendientes y las víctimas directas de campañas de exterminio y desplazamiento forzado que se emprendieron contra miles de colombianos, para terminar de hacinarse en las ciudades, donde se ensayaron más formas de control político.

De esta confrontación abierta, es resultado la insurgencia armada más larga que ha existido en todo el continente, misma que hasta hoy sostiene un solo grupo guerrillero, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), en el que militó el cura Camilo Torres, y cientos de militantes inspirados por ideales de justicia y liberación. Pero las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que hoy son un partido político legal, no fueron ni el primero, ni el último de los ejércitos insurgentes que han firmado la paz con el Estado colombiano, luego de complicados procesos de negociación, siempre susceptibles de ser saboteados, como vimos en el caso del último presidente uribista Iván Zuluaga, hoy defenestrado por los colombianos.

De un proceso de negociación similar al que dio fin a la insurgencia de las FARC en 2016, surgió en 1985 el partido político Unión Patriótica (UP) formado por insurgentes desmovilizados, y por militantes de todo el espectro de la izquierda colombiana. La experiencia de la UP es relevante, no tanto por sus primeros resultados que alcanzó por la vía democrática, sino por la violenta reacción que despertó entre sectores de la derecha que aprovechaban sus vínculos o terminaban penetrando a los gobiernos en turno, para emprender una abierta campaña de exterminio y represión a los militantes de la UP, y de estigmatización social de todo lo sonara a izquierda en Colombia.

Este más de medio siglo “la Violencia” en Colombia solo se siguió agravando, y entre la década de los 80’s y los 90’s, se hizo más evidente que los intereses de clase de las élites tradicionales y los militares, entraron en acuerdos con los nuevos poderes fácticos producto del narcotráfico, cuando no terminaron por asimilarse mutuamente. Esta alianza criminal terminó de sellar el destino de los candidatos presidenciales Javier Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa de la Unión Patriótica, Luis Carlos Galán del Partido Liberal y de Carlos Pizarro Leongómez de la Alianza Democrática 19 de abril a manos de sicarios y agentes del Estado.

De esta negra historia, marcada a sangre y fuego en los habitantes del campo que huyeron de los grupos paramilitares y los habitantes de las ciudades que sufrieron el auge de las organizaciones del narcotráfico, intentan despertar los colombianos.

Hoy, por primera vez, han dejado fuera del poder público a los responsables directos y corresponsables de cientos de matanzas y desplazamientos forzados de la posibilidad de volver a ocupar la presidencia. Esos mismos intereses no duda, en aliarse con un nuevo representante de los intereses de clase como es el candidato acomodaticio Rodolfo Hernández para intentar cerrar el paso a Gustavo Petro.

Ir en contra de esa historia de terror y desesperanza es el logro de la primera vuelta en Colombia. Independientemente de los resultados de la segunda vuelta, ya se ha comenzado a romper lo que también parecía otra maldición bíblica como la que cierra los magistrales Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez:  si para Macondo la soledad fue su condena antes de su destrucción, para Colombia hoy, se abre una segunda oportunidad en la tierra. 

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