Conozco muy poco de futbol. Mis hermanos son fanáticos a ese deporte porque mi papá también lo es. Recuerdo que cuando éramos pequeños nos llevaba al deportivo donde jugaba con su equipo.

 

Cada sábado nos invitaba a comer después de su partido. Era lo más divertido y lo más sabroso. Eso le daba un sabor muy especial a mis fines de semana. A veces nos acompañaba mi mamá, pero casi siempre, ella prefería quedarse en casa.

Desde temprano, mi papá despertaba a mis hermanos para que se prepararan. A mi no me costaba trabajo levantarme. Me gustaba el argüende, pero nunca el futbol. Estar junto a mi viejo me resultaba bastante esplendoroso.

Obviamente, en el camino no se hablaba de otra cosa que de futbol. Yo solo escuchaba y prefería contar vochitos de color amarillo que veía pasar en nuestro recorrido y pensaba lo que iba a pedir de comer después de la jornada futbolera.

Ya en el deportivo, mis hermanos se acomodaban a la orilla del campo para ver cómo mi papá mostraba sus destrezas deportivas, sus arrebatos de ira y su poca tolerancia a la frustración.

Yo solo veía cómo sus compañeros lo tranquilizaban. Si su equipo perdía, su mal humor continuaba casi todo el día. Cuando ganaba, era un tipo feliz, optimista y muy cotorro.

Conmigo nunca hizo un drama. Al ser la más pequeña de la familia, supongo que le daba ternura o tal vez vergüenza de comportarse como un niño chiquito que no sabe perder.

Era común en mi familia que se hablara mucho de futbol. Era un tema recurrente. Mi papá y mis hermanos, son fanáticos del juego y ya después que mi viejo se retiró, los fines de semana acostumbraba asistir como espectador a ver jugar a mis brothers.

Este fin de semana, charlamos virtualmente, como es la tradición y en la plática, uno de mis hermanos comentó que el sábado se jugaría el clásico nacional entre el América y el Guadalajara.

Acostumbrada a este rollo verbal. Me armé de paciencia y escuché los más escrupulosos análisis deportivos de la querida familia Prado. El partido sabatino fue el tema central de la conversación.

Conociendo mi poca habilidad futbolística me invitaron a participar en la tertulia. Además, me ofrecieron entrar a una pequeña apuesta para dar mi pronóstico a tan importante evento deportivo.

Sin más que ofrecer, acepté el reto. Quien acertara el resultado, se llevaría la bolsa que consistía en cinco mil pesitos.

Sin mucho por hacer, la noche del sábado me dispuse a observar el llamado clásico de clásicos. No sé porque le llaman así. Yo pensé que ese encuentro lo patrocinaba aquella legendaria marca de cerillos llamada Clásicos.

Ajusté mi computadora al canal cinco y al filo de las nueve de la noche, comencé a vivir una horrible experiencia de aburrimiento y pérdida de tiempo muy considerable.

De inicio, jóvenes muy apuestos, ofrecen sus mejores rostros al mejor postor. Parecen muñecos con vida. Son lindos. Corren por toda la cancha con gran ahínco. Son fuertes e impetuosos. Dicen mi papá y mis hermanos que esos futbolistas ganan alrededor de medio millón de pesos mensuales y los más consagrados hasta un millón y medio.

Con razón se arreglan tanto. Y casi siempre, después de una acción fuerte, se levantan, se sacuden y se vuelven a acomodar sus exóticos cabellos. Ven en qué lugar está ubicada la cámara y lanzan miradas retadoras y muy coquetas. Les digo, son muy lindos y bastante privilegiados.

Después la gente que hace la narración es un tema aparte. Gritan con una intensidad que nada tiene qué ver con lo que sucede en la cancha. Los locutores son muy especiales. Hablan y hablan como pericos. Y eso también es muy aburrido. De los comerciales, mejor ni hablamos.

Fueron noventa minutos de aburrimiento extremo. Un escenario muy colorido con aficionados virtuales en un juego que ganó el América anotando un solo gol.

Tras ese resultado, recibí la llamada de uno de mis hermanos para informarme que la ganadora de la quiniela y de los cinco mil pesos, había sido yo.

Yo la verdad no recordaba qué resultado puse, pero ese dinerito es bienvenido a mi bolsillo. El juego que tanto me aburre me dio la oportunidad de ganar unos centavitos.

Fueron dos horas de desperdicio total. Entre gritos de histeria de los narradores, los gestos de los entrenadores y la belleza física de los deportistas se fue mi noche de sábado.

Lo bueno de todo es que tengo una pequeña ganancia que me servirá para mucho. Cuando pueda, invitaré a mi familia a comer, como lo hacíamos en aquellos tiempos. Lo merece la ocasión y lo merecemos porque nos queremos tanto.

No obstante, todo lo agradable de esta situación, reitero mi postura. Nada hará cambiar mi opinión. A pesar de que a los hombres de la familia Prado les agrada mucho ese show deportivo, yo digo que el futbol es un deporte muy aburrido. Bye…