Redacción

Hace dos meses, Daisy Greenwell y Clare Fernyhough crearon un grupo de WhatsApp para discutir cómo frenar la demanda de teléfonos inteligentes por parte de sus hijos pequeños. Después de que publicaran sus planes en Instagram, otros padres quisieron participar. Ahora su grupo, Smartphone-Free Childhood, cuenta con más de 60.000 seguidores que debaten cómo mantener a sus hijos alejados de los dispositivos, un debate que, naturalmente, ellos mismos están llevando a cabo con sus propios smartphones.

Este grupo, con sede en Gran Bretaña, no es el único preocupado por el tiempo que pasan los niños frente a la pantalla. El mes pasado, el estado de Florida aprobó una ley que prohíbe las redes sociales a los menores de 14 años. Al parecer, el gobierno británico está estudiando prohibir la venta de teléfonos móviles a menores de 16 años. La preocupación se resume en un reciente libro de Jonathan Haidt, “The Anxious Generation” (La generación ansiosa), que sostiene que los teléfonos inteligentes, y especialmente las redes sociales a las que se accede a través de ellos, están provocando un maligno “recableado de la infancia”.

En un debate polémico, hay dos cosas bastante claras. En primer lugar, los teléfonos inteligentes y las redes sociales se han convertido en una parte importante de la infancia. Según un estudio británico, a los 12 años casi todos los niños tienen un teléfono. Una vez que lo tienen, dedican la mayor parte de su tiempo a las redes sociales. Los adolescentes estadounidenses pasan casi cinco horas al día en aplicaciones sociales, según encuestas de Gallup. YouTube, TikTok e Instagram son las más populares (Facebook, la mayor red social del mundo, ocupa un distante cuarto lugar).

En segundo lugar, la mayoría coincide en que en gran parte del mundo rico se ha producido un deterioro de la salud mental entre los jóvenes. El porcentaje de adolescentes estadounidenses que declaran haber sufrido al menos un “episodio depresivo grave” en el último año ha aumentado más de un 150% desde 2010. Los escépticos sugieren que tal vez estos términos se han vuelto menos tabú. Pero es algo más que palabrería. En 17 países, en su mayoría ricos, se ha producido un fuerte aumento del suicidio entre las adolescentes y las mujeres jóvenes, aunque su tasa de suicidio sigue siendo la más baja de todas las cohortes.

¿Están relacionados estos fenómenos? La cronología es sugerente: la salud mental empezó a decaer justo cuando despegaron los teléfonos inteligentes y las aplicaciones sociales, en la década de 2010. Algunos estudios también sugieren que los niños que pasan más tiempo en las redes sociales tienen peor salud mental que los usuarios menos exigentes. Pero estas correlaciones no prueban la causalidad: puede ser, por ejemplo, que los niños deprimidos y solitarios decidan pasar más tiempo en las redes sociales que los niños felices.

Un pequeño número de estudios experimentales aleatorizados están avanzando en la cuestión causal. En 2017, Roberto Mosquera, de la Universidad de las Américas, y sus colegas consiguieron que un grupo de usuarios de Facebook en Estados Unidos se mantuviera alejado de la plataforma durante una semana. Los abstemios dijeron estar menos deprimidos que el grupo de control y participaron en actividades más variadas; también consumieron menos noticias.

En 2018 investigadores de las universidades de Stanford y Nueva York hicieron un experimento similar, de nuevo en Estados Unidos. Tras un mes alejados de Facebook, sus desintoxicados se sentían más felices que el grupo de control, pasaban menos tiempo conectados, más tiempo con la familia y los amigos y estaban menos polarizados políticamente. (De nuevo, conocían menos las noticias y pasaban más tiempo viendo la televisión a solas). Los efectos sobre el bienestar en ambos estudios fueron modestos.

“Las pruebas causales realmente convincentes que tenemos son bastante limitadas”, admite Matthew Gentzkow, de la Universidad de Stanford, uno de los autores del estudio de 2018. Pero, argumenta, la mayoría apunta en la misma dirección que la evidencia circunstancial en torno al tiempo. “Si pones todo eso junto, creo que es suficiente para decir que hay una probabilidad sustancial de que estos daños sean grandes y reales”.

Aún queda mucho por saber. Los mejores experimentos aleatorios se han realizado con adultos, que no son el principal objeto de preocupación. La mayoría de los estudios se centran en Facebook, que hoy en día es una pequeña parte de la dieta mediática de los adolescentes. Y se realizan sobre todo en Estados Unidos, a diferencia de los países donde vive la mayoría de los adolescentes del mundo. Un estudio realizado el año pasado por el Oxford Internet Institute en 72 países concluyó que la adopción de Facebook se correlacionaba con una pequeña mejora del bienestar entre los jóvenes.

La relación de la gente con los medios sociales también desafía cualquier categorización. El experimento de Mosquera descubrió que, aunque la gente decía ser más feliz cuando no usaba Facebook, valoraba su utilidad en 67 dólares a la semana y, tras una semana de abstinencia, los desintoxicados la valoraban aún más. Preguntarse si las redes sociales son buenas o malas para la salud mental es una pregunta equivocada, argumenta Pete Etchells, de la Universidad Bath Spa, autor de “Unlocked”, un libro algo más optimista sobre el tiempo frente a la pantalla. Tal vez sea mejor preguntar: “¿Por qué algunos [niños] prosperan realmente en Internet? ¿Y por qué a otros… les cuesta tanto?”.

A menos que se responda a esa pregunta, prohibir los teléfonos o las redes sociales hasta una edad más avanzada no haría sino retrasar el problema, teme. Tampoco está claro qué debería abarcar esa prohibición. Las redes sociales incluyen desde Facebook hasta la función de chat de juegos como “Fortnite”, señala Etchells. El Dr. Gentzkow, que apoya una edad mínima más elevada para algunos medios sociales, advierte contra la limitación de todos ellos. “La comunicación real con los amigos -por teléfono, mensaje de texto o videoconferencia- es algo que debemos fomentar”, afirma. La mayoría de las aplicaciones sociales ofrecen una mezcla de funciones, que pueden disfrutarse o utilizarse mal.

Hay indicios de que, mientras los expertos reflexionan sobre cómo frenar lo peor de las redes sociales, los usuarios de a pie se las ingenian para hacerlo ellos mismos. Publicar sobre uno mismo en público es cada vez menos habitual: el año pasado, sólo el 28% de los estadounidenses afirmaron que les gustaba documentar su vida en línea, frente al 40% en 2020, según la empresa de investigación Gartner. Los mensajes están pasando de las redes abiertas a los chats privados. En Instagram, ahora se comparten más fotos en mensajes directos que en el feed principal, afirma la empresa. A medida que la gente de mediana edad identifica los problemas de las redes sociales con las que crecieron, es posible que los jóvenes ya estén pasando página.