Siempre se le recuerda por su trágica muerte ocurrida al derrumbarse el edificio que albergó su hogar en el trepidante sismo de las 7:17 horas del 19 de septiembre de 1985. Pero este 25 de diciembre de 2020 es un buen momento para conmemorar que, a luz de su ya legendaria presencia musical, Rockdrigo González cumpliría 70 años de edad. 

La muerte devenida del crujir de la tierra lo convirtió en héroe del rock nacional y leyenda de generaciones venideras, que lo recordamos como un joven invencible por el tiempo, tal Jim Morrison o el Che Guevara, en fotos que resaltan la figura de gafas, greña y orígenes porteño-tampiqueños,  visitante de pasajes insólitos en la isla del nopal, el águila y la serpiente.

El célebre músico tocó siendo treintañero en la hoy casi desmantelada -de lo que fue su estructura original-, Glorieta de Insurgentes, corazón de la sonaja o Zona Rosa, en un lugarcillo que subsistió hasta los ochenta llamado Wendy´s Pub Bar y luego dicen que fue La Casa del Canto, donde vendían lo mismo helado de limón que cervezas.

El tamaulipeco no solo fue autor de emblemáticas canciones como “No tengo tiempo”, “Distante instante”, “Solares Baldíos” o “Perro en el periférico”, que en su conjunto representaron el caótico paisaje, las vicisitudes y las visiones de los chavos de fin de siglo; sino también fue un escritor de cuentos, poemas, artículos macizos sobre rock y otros textos muy libres, que nos conducen a la certeza de que Rockdrigo no fue un incidente sino un personaje llamado a destilar enseñanzas contraculturales a manos llenas. 

Hasta la fecha no se sabe cuántas rolas, cuántas grabaciones en casetitos, cuántos cuadernos con sus letras de puño, lágrimas y sangre, cuántos kilómetros de viajes físicos y oníricos yacen sepultados para el nunca jamás en los escombros de aquel edificio que fue su última morada en la calle de Bruselas de la Colonia Juárez, muy cerca del Museo de Cera. Por suerte se recuperaron rolas y textos que resguardaron sus familiares, camaradas y parejas de la vida para la posteridad, y que a 35 años de la partida del músico al cielo son asideros imperecederos para revisitar los caminos de la urbe. 

Rockdrigo depositó en esas historias sus intereses de arqueólogo, psicólogo, y literato. Cuentos como Juan Camaney transitan del desparpajo a la reflexión sobre el “mundo clónico”, en una alucinante narración.

En otros textos del sacerdote rupestre el elemento central es la mera calle, quizá descrita desde las diferentes dimensiones que implicaron el deambular cotidiano del autor, quien compartió rolas en bares, fondas, parques, estaciones del Metro, billares, plazas, teatros y toda forma de concreto que formase un escenario:

Los perros bajan silenciosos con sus pestañas de zócalos podridos apuntando a las estepas, algunas veces brillan los ojos por la noche, y el miedo ronda con más amor entre los montes. Las voces suben, bajan, las calles son ecos lejanos de jadeos y espumas, un pueblo sin puertas, ni ventanas, sin pisadas en las calles, el viento revolotea los olores del olvido mientras la estepa es una pintura de colmillos y gargantas. Los rasguños llenos de pestilencia y odio llenan los ojos de los campesinos, que tiran las cervezas y los recuerdos, perdiéndose entre sus manos de lodo, pero muy juntos, como hilillo de luz cantaban con los pies de barro ‘Cumpliremos la ley, y entre los dientes del tiempo, seremos más allá que ahora, sí, más allá que ahora’ Y esto lo repetirán y lo repetirán entre las flores y los viejos montes de animales y puentes; también los grillos cantaban a las inconscientes y fugaces estrellas”. (Rockdrigo, Escrito 4).

Otras estampas del profeta del nopal, no envidiarían las metáforas de ningún escritor de los sí becados de la época:

“Corren los caballos mecánicos. se abren las montañas formando olas de incienso y rompe la primavera con sus flores de diamante, ríos de cristal y colores danzan sobre las nubes de plata y los árboles de espuma albergan las aves de orozpus.

“Nacen las hormigas de azúcar, salen de la tarde y, silenciosas, con sus ojos de luz puntiaguda se pierden en los almanaques de metal, donde las carcomidas ratas huelen el miedo de las gentes y el sol se resiste a ser devorado por el horizonte, la primavera y cualquier día es lugar de muchos olores.

“Cantan las lechuzas de pergamino, los murciélagos se derriten haciendo llorar, esperas a los mosquitos, entonces, el ladrón negro abre su boca de mil cielos y las abejas de fuego platican galaxias y misterios”. (Rockdrigo, Escrito 6).

También hay poemas que quizá si llegaron a ser canciones, pero solo quedó para nuestros días la letra y la música se perdió en el trajín de la sobrevivencia fugaz: 

Le importa un pito. Se comen las uñas tomando cerveza, más sólo es la gloria quien va a su cabeza, se visten de un modo tan particular que por donde pasan dejan de que hablar.

Son intelectuales, también muy formales, con más evolución que otros animales, arreglan el mundo dando soluciones, en verdad es claro (que son bien chingones), pero él no quiere ser poeta, quiere ser cabrón, quiere ser veleta, estrenar tarjeta pues le importa un pito querer ser poeta”.

Rockdrigo también escribió reseñas sobre los iconos rockeros del momento, a los que describe con sentido crítico, pero también con la admiración de un fan que abrevará de dichas influencias. Tal es el caso del artículo sobre el Three Souls o el Tri, del que reconoce como una garantía de flete y aferre, en Tres entes en el coco; o del maestro Javier Bátiz, a quien sintetiza como un mexicano con alma de negro, y dice:

“Mito, leyenda, consistencia, éxito, escuela, profesionalismo, aunado a un talento natural como artista, Javier Bátiz se foguea en la frontera norte, se avienta el tiro con los representantes originales del rock y del blues, creando un estilo bastante original y, a la vez perfectamente representativo del blues rock del sur de los EUA.

De baja estatura, nervioso, bromista y alburero, el pelo le crece como una espesa selva del Amazonas; su imagen impresiona no precisamente por su galanura y pedigrí, sino por el dengue original del chavo de onda: lentes oscuros, mezclillas eternas, botines, collares, camisetas con logotipos muy locos y cara de marciano que se acaba de escapar de la casa de la risa. Javier llega a México empacado desde Tijuana por sus setenta y doces, para llegarle con los rebeldes del rock. En ese tiempo, el rock nacía en México con grupos como “Teen Tops”, “Locos del Ritmo”, etcétera. Sonido romántico y melcochón, rock en español, para los Teen Agers de chilangolandia, llenos de imágenes de estudiantes y chavitas aceleradas, de estilos que no se lograban definir muy bien por la falta de contacto directo con la matriz y, más que nada, por su música del otro lado y no música local, lo que hacía más difícil el dominio natural de este género importado de Gringolandia.

En esa llegada el Javier, con su estilo, sureñocaliforniano fronterizo; llega empapado de B.B. King y Little Richard, de los negros y los blancos que nacían escuchando rock en los campos y en los ghettos, en las urbes aplastadas por esa civilización monstruosa y norteña que produce jazz, blues, y tanta buena onda musical, con sus letras de vagos, inmigrantes, campesinos, gente de ciudades, putas, ladrones, asesinos, desarrollos y decadencias. El Javier llega con un estilo fresco, llega vestido de rhythm and blues auténtico, de rock del de allá, con una voz natural parecida a la negra y una capacidad de modulación que lo mismo lo lleva a subirla para rematar mitades o finales, que engrosarla ásperamente, para arrastrarla con garganta llena de ron y tabaco, sobre un blues lento y pesado, un blues hecho de cerveza y tequila”. (Rockdrigo, El Brujo).

Se pueden abordar estos y otros textos para profundizar en las evidencias de la narrativa del buen Rockdrigo en su página oficial; de las transcripciones que lograron sobrevivir a los derrumbes de épocas y siglos. De las huellas de un carnal infinito.

En todo caso hurgando estos papeles y sus palabras quedará siempre firme la confirmación que de no haber partido tan dramáticamente de la mano de un pueblo que sufrió una desastrosa mañana, si bien, hoy Rockdrigo no sería un monumento en el Metro Balderas, tampoco sería una estrella más del canal de las estrellas, ni un adicto a las nóminas culturales del establishment; acaso sus rolas serían más variadas, revolucionadas musicalmente, y más influyentes entre los roleros, iconoclastas ambulantes y chavos de cada esquina. Seguiría siendo un gran cronista urbano, un cuento viviente, un disidente del poder, un burlón de los estereotipos mediáticos; y seguramente: él no hubiera aceptado los premios oficiales de literatura.

Feliz no cumpleaños número setenta, Rockdrigo González. 

Fuente de las citas: https://www.rockdrigo.com.mx/