El año próximo habrá elecciones en el país. Será el proceso más grande de la historia, donde 95 millones de votantes, elegirán 500 diputados federales de las 65 legislaturas, 15 gobernadores, 1.063 diputados de 30 congresos locales y 1.926 ayuntamientos en 30 estados.
Y como marca la tradición, los candidatos a ocupar esos cargos populares, comienzan a realizar los rituales de siempre. La mayoría renuncia a sus notables puestos para hacer campaña y continuar su carrera política desde otro lugar.
Sin importar el papel que han desempeñado en sus actuales responsabilidades, los candidatos ven la oportunidad de continuar su carrera política en otro sitio, un sitio donde los privilegios e impunidad les permitan vivir cómodamente.
Con la bendición presidencial a cuestas y apoyados en la retórica triunfalista de que son los mejores candidatos, los aspirantes solo esperan el voto ciudadano para consolidar sus victorias.
Sin rendir cuentas de su pasado, la mayoría de los aspirantes transitan impunes hacia sus nuevos encargos. Sin importar los resultados. Un borrón y cuenta nueva todo lo resuelve.
Y así ha sido la historia en este país. Es un ciclo nefasto y vicioso que en nada ayuda para construir un Estado justo y democrático.
Lo hicieron con gran frecuencia los gobiernos priistas, panistas y perredistas. Hoy, lo repite con gran exactitud, el movimiento que llevó a Andrés Manuel López Obrador al poder.
Sin haber consolidado su gobierno con la solidez que se requiere, el tiempo de palomear aspirantes ha llegado. No importa que el país esté sumergido en una honda escalada de violencia y en una notable polarización social que en nada sirve. Lo que importa es asegurar lugares para que el proyecto obradorista se perpetúe.
En esta temporada electoral, los nombres de los candidatos a ocupar las nuevas plazas, comienzan a inundar los medios de comunicación con cierta frecuencia. Las piezas del ajedrez político se mueven inquietos y el trampolín se acomoda para iniciar la transición de puestos, sin que nadie asuma las consecuencias de sus desatinos actuales y del pasado.
Un caso en específico llama poderosamente la atención porque, mientras el país se hunde irremediablemente en la violencia, el encargado de combatirla Alfonso Durazo Montaño, ha expresado su interés para contender por la gubernatura de Sonora con el firme propósito de “extender la política de la 4T al estado de Sonora”, olvidándose de cumplir con responsabilidad el encargo que tiene como funcionario público.
Arropado por el presidente, Durazno recibió en días pasados la bendición sin pasar a revisión su actuar al frente de la institución encargada de la seguridad de todos los mexicanos. El ritual acostumbrado lo exonera de todos sus males y le brinda la oportunidad de continuar su camino hacia la gubernatura de su estado natal.
Así, sin el mínimo ejercicio de autocrítica y con la realidad superando sus autoelogios, pero con el aval presidencial, el funcionario sonorense sobrevivirá en otro cargo, a pesar de no haber podido frenar la enorme ola de violencia que ha dejado casi 20 mil muertes en todo el territorio azteca y el notable crecimiento de la misma en 11 estados que tenían cierta paz, al inicio de este sexenio.
La Guardia Nacional –su apuesta estelar- no ha cumplido con lo que se prometió, al contrario, la falta de adoctrinamiento de sus elementos, lo han metido en grandes problemas por los abusos constantes que cometen sus subalternos en contra del ciudadano común. Es un fracaso total sin duda alguna.
El titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, no ha podido encontrar la fórmula correcta para consolidar un proyecto que confronte a los grupos delincuenciales con eficacia. Pero eso sí, el premio a su lealtad será recompensada con una candidatura, que seguramente ganará sin problema alguno.
El caso de Alfonso Durazo no es el único. En época electoral los nombres seguirán apareciendo. Muchos de ellos manchados por sus malas acciones y dudosos comportamientos.
No importan los resultados de sus actuales gestiones, sus escándalos o incongruencias. Basta ser leal a la voluntad presidencial para que el premio llegue.
En eso nada ha cambiado. Lo hicieron todos y lo seguirán haciendo por mucho tiempo todos los gobiernos sin importar su color o ideología. No hay sombra de dudas. Todos, absolutamente todos, son lo mismo, aunque digan lo contrario.