Por David Toriz y René González

¿Una nueva historia oficial?

Uno de los signos de estos tiempos de Cuarta Transformación es que la historia como patrimonio común de todos los mexicanos vuelve a ser materia de debates cotidianos, y no solo campo exclusivo de los especialistas. Tener a un presidente que todas las mañanas imparte clases de historia, economía y cultura de México como parte de su pedagogía política, ha provocado reacciones airadas no solo de sus opositores, sino de cualquiera que se sienta incomodo porque se divulguen masivamente estos temas, que antes parecían exclusivos de expertos o habitantes de torres de marfil.

Cuando AMLO toca los temas de la historia de México, se le cuestiona y confronta no solo por el uso didáctico de los hechos del pasado que él retoma como ejemplos; sino lo que, en el fondo molesta a intelectuales orgánicos, levantacejas y actores políticos nacionales o extranjeros, son los proyectos políticos e ideas que el presidente retoma de las fuentes interminables de nuestra rica historia.

Las condenas académicas y mediáticas a la llamada “historia oficial” que supuestamente promueve el presidente López Obrador, aumentaron a partir del anuncio del Plan de Conmemoraciones Emblemáticas del 2021, y se repiten con cada uno de los actos cívicos que se han venido realizado a lo largo del país.

En la visión de los opositores, con estas ceremonias o con los actos de perdón, solo se repite un escenario de “polarización”, donde ellos son sistemáticamente atacados desde “lo más alto del poder”, y se convierten en víctimas de “la dictadura” o “la tiranía”. No pueden considerar que en este país hay voces silenciadas a lo largo de la vieja historia oficial que exigen ser escuchadas; así como grupos sociales enteros, procesos y personajes anónimos, que requieren incorporarse a los relatos históricos donde simplemente han sido ignorados: es decir, los herederos ideológicos del régimen neoliberal siguen negado las causas y razones que vienen del pueblo. Les molesta a las viejas élites la reinserción de los olvidados de las narrativas del poder económico.

No pocos historiadores profesionales suelen olvidar que ellos mismos son parte de las elites intelectuales que tienen el trabajo de seleccionar que es digno de ser recordado (por escrito), y que no lo es, y que mucho de sus obras son financiadas con dinero público, por ende, las nuevas visiones críticas y versiones de la historiografía se tendrían que retomar como base para construir la didáctica de la historia que se enseña en todos los niveles educativos.

La tarea de divulgación que algunos historiadores primero abandonan, y luego denigran como “historia oficial” cuando se retoma desde el Estado, y que incluso llegan a etiquetar de “versiones simplificadas, maniqueas, demagógicas o populistas” cuando no coincide con sus valores; esa tarea constituye la historia cívica que durante el régimen neoliberal se fue abandonando en las escuelas, como parte de una estrategia ideológica que demeritaba el papel de cualquier lucha colectiva, ya no se diga, relativizaba la vigencia del proyecto político de una República Federal y de un Estado Laico.

Por todo esto, resultan por lo menos parciales, sus críticas a lo que ellos califican como “historia oficial” cuando con cualquier visión alternativa, se discrepan de los relatos hegemónicos que ellos mismos escribieron, repitieron o ayudaron a validar. Las disputas por la historia se tienen que dar en contra de interpretaciones, que, en su supuesta objetividad, se asumen como verdad única.

Agustín de Iturbide como padre de la patria o la versión conservadora de la historia.

La llamada Consumación de la Independencia en 1821 implicó el fin de la guerra insurgente que inauguraron Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y Juan Aldama en 1810, el pacto político plasmado en el Plan de Iguala, terminó con la confrontación armada entre el ejército realista y las fuerzas libertarias. Sin embargo, su significado como símbolo en el proceso de emancipación de la América Septentrional, se mantiene en disputa. Celebrar el 27 de septiembre, fecha de la entrada del Ejercito Trigarante a la capital, como el momento culminante de la consumación de la independencia política, o más aún, como el nacimiento de México es una visión parcial, no solo por el sesgo ideológico que implica preferir el acuerdo entre las elites novohispanas, por sobre el levantamiento popular del 16 de septiembre; sino porque omite el hecho que la instauración de México como República no sucedió sino hasta 1824 con la promulgación de la Primera Constitución Federal.

Además de la fecha, lo que se debate es a quien corresponde la paternidad de la patria y el mérito de quienes participaron en su consumación: cada 27 de septiembre vuelven a sonar las defensas airadas del papel del coronel y primer emperador mexicano, Agustín de Iturbide a quienes algunos conservadores quisieran ver como el verdadero libertador de México. Más allá de la fijación patriarcal que ponen el acento en los individuos, y no en los actores sociales; los mayores defensores de Iturbide, siempre se encuentran ideológicamente en posturas conservadoras, pro monárquicas o coinciden con los defensores de los privilegios de clase. Sus partidarios son herederos del pensamiento de intelectuales como Lucas Alamán o Francisco Bulnes, quienes sostenían como tesis “la incapacidad de pueblo de México para gobernarse a sí mismo”, por lo que abogaron por la necesidad de la figura del “hombre fuerte”: Iturbide, Santa Anna o Díaz, encumbrando o haciendo apologías de personajes que tutelaran a un pueblo que siendo mayoritariamente de origen indio, consideraban como “inculto y atrasado”.

Los actuales divulgadores de la versión conservadora de la historia emprenden la defensa de los méritos de Iturbide, aduciendo que era el único con la capacidad política para consumar la independencia, a partir de un acuerdo entre los insurgentes que se mantenían alzados y los sectores criollos del ejercito realista. Para hacer creíble esta narrativa se presentan como prácticamente derrotados a los insurgentes que “aprovecharon” providencialmente la oferta que les hizo Iturbide, y en el caso de Vicente Guerrero “terminó” por firmar el Plan de Iguala, como si fuera la única opción que le quedaba. Este fervor por el primer emperador criollo, oculta mal su desprecio que hoy nombramos racismo, por el mulato Guerrero, bajo el argumento de su “incapacidad” por venir de una casta baja. Así se pretende trazar una línea entre el Grito de Dolores y el Acta de Independencia del Imperio Mexicano firmada el 28 de septiembre de 1821, como si se tratara del inicio y final de un mismo proceso: la independencia de México.

El problema de esta versión que pretende ensalzar la figura del ambicioso militar es más ilustradora por lo que omite, que por lo que afirma:

1) La campaña contrainsurgente de la Corona, tuvo en el militar Agustín de Iturbide a uno de sus más despiadados protagonistas que no mostró remordimientos por su opción de exterminar a los insurgentes o atacar a su base social, sin distingo de niños o mujeres, ni siquiera cuando se concretó la separación de España, postura que los divulgadores de la visión conservadora no dudan de incluir entre sus méritos y aportes.

2) Su opción por la independencia, no vino sino después de haber sido separado del ejercito por acusaciones de abusos y corrupción bajo su mando, su vida disipada en la capital, según el mismo Lucas Alamán, solo se interrumpió por la invitación a sumarse a la llamada Conspiración de la Profesa, un plan de las cúpulas eclesiásticas y económicas novohispanas para optar por un régimen monárquico propio, y así evitar la aplicación de las medidas liberales de la Constitución de Cádiz, que consideraban como amenaza a sus privilegios.

3) En las palabras finales, ante el pelotón que lo ejecutó con la anuencia del Congreso Constituyente, el propio Iturbide adujo que siempre fue movido por el amor a su patria y no por la vanidad; sin embargo, sus decisiones siempre pragmáticas, eran tomadas a partir del cálculo en cómo se vería personalmente beneficiado. Cuestionar su supuesto “desinterés”, a partir de las decisiones que tomó, como cambiar de bando o abandonar a sus patrocinadores, no niega sus logros, pero justo lo coloca en la dimensión humana, donde el pensamiento conservador lo considera un referente político cristalino. 

Una (vieja) nueva disputa

El debate histórico, en tanto expresión de la disputa política, siempre seguirá abierto. Si la historia humana es más que solo historiografía, todos tenemos algo que decir, y sobre todo algo que construir. La defensa del papel de Agustín de Iturbide a lo largo de doscientos años ha sido protagonizada por los partidarios del régimen monárquico en todas sus expresiones, primero tutelada por el mismo Fernando VII, y luego por cualquier otra potestad extranjera, hasta seguir buscando la aprobación de los centros foráneos de poder económico y cultural.  

En el fondo, esta opción se trata de la defensa de cualquier régimen político que tutele o limite el derecho del pueblo a gobernarse. En la disputa por nuestra historia, se trata de negar el valor de los insurgentes para darle el mérito a una “revolución ordenada y pacífica” producto de un pacto cupular. Al unísono de esta versión los modernos divulgadores de la versión conservadora, insisten en calificar de anárquica y llena de atrocidades la lucha de Miguel Hidalgo, y a su persona caracterizarlo como “mujeriego, apostador y masón”. Pero seguir limitándonos a definir a quien corresponde la “paternidad de la patria”, tampoco abona en asumir nuestro papel como sujetos en la historia.   

Elegir reivindicar la figura de Vicente Guerrero, en lugar de la figura de Agustín de Iturbide es una opción política, cuando reivindicamos las raíces populares, indígenas y afrodescendientes que él representó en la revolución de independencia. Después de la firma del 28 de septiembre, esa soberanía siguió peleándose, así podríamos extender el proceso de liberación definitiva de España justo hasta la presidencia de propio Guerrero en 1829, cuando se vence el último intento de reconquista español de la mano de dos jóvenes militares: Antonio López de Santa Anna y Manuel Mier y Terán.

Como escribió Andrés Manuel López Obrador: “No obstante, durante el siglo XIX, en el terreno político hubo cuando menos dos momentos estelares: el primero se produjo cuando Guadalupe Victoria, el primer presidente de México, pudo terminar su periodo de gobierno, de 1824 a 1828 y, posteriormente, el hombre que aquí, en Cuilápam, fue asesinado, el intrépido y consecuente Vicente Guerrero, encabezó un movimiento verdaderamente popular contra la oligarquía y las clases privilegiadas”. 

La revolución de Independencia de 1810 tuvo grandes perspectivas de transformación radical en las reformas sociales enarboladas por Miguel Hidalgo y José María Morelos. El primero y aun cuando murió fusilado en 1811, proclamó y lucho por la abolición de la esclavitud, a favor de los pobres y por la liberación del pueblo del sometimiento a la Corona. En tanto, Morelos en 1813 con los Sentimientos de la Nación, exhortó en una voz a todos los tiempos: “que se modere la indigencia y la opulencia; que se eleve el salario del peón, que se eduque al hijo del campesino y del barretero igual que al hijo del más rico hacendado y que existan tribunales que protejan al débil de los abusos que comete el fuerte”. El insurgente Vicente Guerrero fue el gran continuador del legado de Hidalgo y Morelos, el 27 de septiembre de 1821, fue parte del ejército que entró triunfante a la Ciudad de México. No volveríamos con el relámpago de sus aportaciones a ser una colonia española.

Más allá de los debates historiográficos, lo que nos concierne a todos los mexicanos es el sentido profundo de un proceso histórico en el que todos, por conciencia u omisión, somos responsables. Más urgente para nuestro presente, es asumir que esa soberanía que se alcanzó con la revolución de independencia de la que todos somos herederos, sigue siendo un proyecto por defender y acrecentar para todos los mexicanos del presente y del futuro.

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