Chin…me acabo de enterar que en Oaxaca los diputados de ese estado aprobaron una ley que prohíbe la venta de comida chatarra a menores de edad.

Algo muy interesante que va a causar mucha polémica. Además, y por lo que entiendo, muy pronto esa medida la implementarán aquí en la Ciudad de México.

Dicen que es para evitar que nuestros niños dejen de consumir esos productos que provocan tantos daños a la salud de casi todos los mexicanos.

Creo que tienen mucha razón, pero me temo que no todos podrán respetar esa ley. Consumir la comida chatarra es parte de nuestra cultura y será un verdadero reto quitarnos ese mal hábito que nos engorda y enferma.

Debo admitir que fui una consumidora constante de cientos de golosinas. Desde jovencita, me acostumbré a llevar en mi mochila una buena cantidad de productos que me endulzaban la vida.

Mis amigas me buscaban para que les convidara de mis dulces. Me decían “la niña bombón”. Evidentemente que la connotación era doble, porque estaba un poco pasada de peso y porque consumía pastelitos, fritangas y muchos caramelos.

Lo peor de todo es que lo hacía a escondidas de mis papás. Mi mamá siempre me mandaba una fruta, un sándwich y agua de sabor para que me lo comiera en el refrigerio.

A veces me comía todo, pero en ocasiones, mejor se lo daba a una de mis amigas. Era muy compartida.

Me gustaban mucho los productos Marinela. Principalmente los de chocolate. Con el dinero que me daba mi papá me iba a la cafetería de la escuela y me compraba mis gansitos y pingüinos. Eran una delicia.

De hecho, cada vez que recuerdo mis épocas de la secundaria, me viene a la mente el sabor de esos pastelitos. Me encantaban.

Con el paso del tiempo, dejé de consumir muchas golosinas. El hacer ejercicio me alejó de ese vicio que, además de provocarme sobrepeso, pudo haber dañado mi salud, que por fortuna no sucedió.

Ay, ya me puse un poco nostálgica de tanto pensar en aquellos dulces días. Era tanta mi inconciencia. Gracias a la vida que, en mi caso, no hubo complicaciones.

Qué fuerte es pensar que muchos crecimos con esos hábitos. Ojalá estas acciones nos ayuden a reducir los altos índices de sobrepeso que tienen nuestros niños y niñas.

Debo confesar y también aceptar que, aunque no es muy seguido, algunas veces me voy a la tiendita de la esquina para comprarme un pastelito. Es un gusto muy culposo.

Consciente de que no es lo correcto, procuro hacer más ejercicio para quitarme las calorías que subo cada vez que me como un producto de Marinela.

Espero que esa ley que implementaron en Oaxaca, llegué también a la Ciudad de México y a todo el país. Nuestros niños merecen crecer sanos y libres de alimentos chatarras.

En solidaridad con esas medidas, procuraré alinearme y dejaré de consumir esos productos. Aunque son muy sabrosos, lo único que provocan es gordura y enfermedades que lamentablemente hoy, son causantes de muchos problemas de salud.

Con disciplina, respeto, solidaridad y cariño, desde estos momentos, dejaré de ser una consumidora de pastelitos venenosos.

Por lo pronto, buscaré una manzana, para comerla con mucho gusto y sin culpa, porque para mí, desde hoy, se acabaron los pingüinos.