José Agustín el hermano mayor –en modo chido-, que algunos no tuvimos; el carnal que va de regreso mientras tú apenas vas; el que sabe más de rock y libros que tú, y además sigue actualizándose cada día; el que tiene “la experiencia” del que ha experimentado y no pertenece al común de los pedantes para trasmitir el conocimiento. Autoridad de la vida misma sin ser autoritario; un chavo eterno que parece sonreír divertidísimo (como él dice), mientras tú te ahogas en un vaso de agua. El master, el macizo, el sensei, el gurú, el que se la sabe.

José Agustín, catedral literaria de la banda. Personaje reconocido en todas las esferas de la intelectualidad, desde el Palacio de Bellas Artes hasta las ciudadelas periféricas del corazón. El literato reventadisimo y con alma de eterno chavo de onda. A su vez el padre que sacó adelante a su familia sin vender un milímetro de libertad, ni de su quehacer a nóminas ni mafias. El relator menospreciado por plumas orgánicas y por mercenarios de la cultura. Una piedra rodante que no se extravió en el perfume de los ilustrados ni en los laberintos de la torre de marfil. El cuentista que si pensó en nosotros los pordioseros y nos convidó de su boleto de entrada al gran banquete literario.

José Agustín y sus libros a manera de escalera al cielo incandescente y furioso; llave maestra a las puertas de los poetas beats, hilo conductor al tío Parménides (su mero carnal y valedor). Ruta subterránea pero directa para llegar a los escritores de la onda, que no les gustaba que les estigmaticen como de la onda, pero que son la onda. Si de maestros que hicieron universal los recovecos y pliegues del vasto lenguaje coloquial mexicano hablamos, no hay más que visitar a Agustín y compañía.

Chale, José Agustín hace 11 años sufrió un accidente y comenzó a perder la memoria de lo reciente, el día de ayer se le esfuma todos los nuevos días y hasta siempre. Sus actos tienen caducidad fugaz. La vida en un mapa de vapor.

El trance más doloroso para él y los suyos es que la enfermedad le ha negado la posibilidad de hacer lo esencial de su vida: escribir, escribir, y seguir escribiendo. No puede escribir unas cuantas palabras o frases porque van directo al laberinto de su propio olvido.

Su estado físico se deteriora junto al indomable tic tac de las manecillas, sus cercanos lo aman y no lo dejan derrumbarse, lo asisten en cada nuevo naufragio, cada desesperante ola de amnesia. El escritor vive literal al día, su familia no suelta su mano para reconfortarlo del infierno que habita cada noche. Una mala hora le condujo a quedar atrapado en los obsesivos días circulares, como esos que le dieron título a una obra de Gustavo Sainz.

Algunos nunca pudimos ser sus amigos personales, ni siquiera sus conocidos, menos sus íntimos, pero siempre nos hemos sentido casi como sus hijos o sobrinos, leerlo nos salvó la vida a más de uno; de entre los precipicios de la adolescencia y los excesos de la incertidumbre.

Nos aferramos a sus letras para resistir lo demasiado humano de vivir en la ciudad más grande y solitaria del mundo, cuando desfallecíamos de rencor, desamor, odio o perturbación, ahí estaban como biblias para idealistas del desparpajo -mejor dicho ahí están todavía sus libros-, para redimirnos a la realidad mística de personajes tan crudos, tristes, sórdidos y a la vez tan felices e insólitos como nosotros mismos.

Hundidos en la lectura de Cerca del Fuego o Ciudades Desiertas era otra cosa la vida. Devorar sus libros supera esa sensación que tienen los grandes atletas cuando terminan un maratón con los últimos arrestos. Es leernos en un espejo, encontrarnos entre los restos helados de la urbe provenientes de historias de agonía, rebeldía y oníricas desviaciones. José Agustín nos descargaba intrépido toda la metralla de su arsenal de recursos literarios, y eso nos ponía a punto para toda batalla, guerra y subsistencia.

Cuando más honda era la caída, la ruina, el despropósito, el tedio, la incertidumbre, la ansiedad, la cobardía, ahí estaban los caminos imaginarios hacia la calle de Campánulas en Cuautla donde seguramente en alguna casa primaveral José Agustín estaba escribiendo pasajes y andamiajes de nuevas novelas durante cuatro horas del alba y sin parar, para luego escuchar horas de discos rocanroleros de larga duración entre buganvilias, y prender un cigarro de cielo en el jardín o beber whisky tumbado en el pasto verde.

Una noche mágica. 12 de diciembre de 2003. Mientras la calle era una gran pista para los peregrinos de la virgen morena, asistimos al concierto de aniversario de Real de Catorce, en el Teatro Metropólitan. El grupo de José Cruz cumplía 18 años de pagar su renta con un poco de blues, la mayoría de edad en el mero apogeo y ante un auditorio abarrotado. En el escenario José Agustín se revienta uno de esos cuentitos cortos que tan bien le salen, muy en su tono literario y a tono, la literatura fluye a manera de intermedio, el público lo escucha con atención -lo que no es común en medio de una fiesta donde la cerveza ha corrido a cantaros y uno que otro toque burla la seguridad-, con el punto final el respetable ovaciona de pie al escritor. Como en buen tributo de noche de rock algunos fans chiflan mentadas de madre y aúllan en la oscuridad.

El mismo día que Mick Jagger, cantante de los Rolling Stones, en una ceremonia en el Palacio de Buckingham era nombrado Caballero por el príncipe Carlos, heredero del trono del Reino Unido, José Agustín evangelizaba a los más chavos y nos exorcizaba de otros demonios a los menos chavos con sus narraciones al estilo de las grandes rolas de un disco de larga duración; y con la venia de José Cruz, la raza nombraba a José Agustín caballero andante del rock, sacerdote de la nueva música clásica.

Absorto en los ecos de la presentación inédita de José Agustín, y sumergido en la atmosfera de poesía y blues con que Real de Catorce inundaba de sentimientos el viejo cine, me despabilé ya en el baño de caballeros; ahí estaba meando junto a la leyenda José Agustín, quien después de su número había descendido a las butacas para encontrarse con su inseparable esposa Margarita.  En el baño después de hacer lo propio, recuerdo entre la euforia que le dije: “diría el clásico que un mexicano nunca orina solo, yo solo le diré a usted que su literatura salvó mi vida…”

El rió carcajadas genuinas, me dijo “que chingón maestro, que buena onda, buenísimas rolas…” Sonrió sardónico, antes de irse. Por supuesto después de orinar no nos lavamos las manos, y tampoco nos despedimos de mano. Solo dijimos; “chingón, chido, la vemos”. Cada quien fue directo a su asiento, a su cerveza y a la melodía de la rola Azul, un clásico de Real de Catorce que ya incendiaba la noche de tibios presentimientos.

Años después José Cruz enfermó, también perdió temporalmente trozos de memoria; pero esa noche inmensa el músico y el escritor eran un homenaje viviente al rock y la vida. Cuando enfermó José Cruz de esclerosis, la posibilidad de seguir cantando no lo dejó morir y lo devolvió del mundo de la penumbra de esa enfermedad degenerativa. No podía casi hacer nada pero podía cantar, su cerebro mantuvo esa función intacta.

En el caso de José Agustín, la angustia provocada por la amnesia debe ser muy complicada. Su hijo José Agustín Ramírez, que lo acompaña en este viaje inverso como el sabio Virgilio acompañó a Rafael en su novela capilar y dionisíaca Se está haciendo tarde, final en laguna, nos ha contado:

“Estos días, a pesar de todo, don José Agustín continúa de buen humor, cantando y recitando poesía al viento, con la irreverencia que le caracterizó siempre. Sin falta, diariamente nos pide unas cervezas a mi madre, a las chicas que nos ayudan y a mí, o un vino tinto cuando finge que va a comer, fumando casi sin interrupción, mientras escuchamos el Harvest Moon de Neil Young, específicamente la rola que da nombre al disco, y “Such a woman”. Y luego lo ayudamos a caminar desde su bello jardín hasta la recámara. Antes de salir alcanzo a ver, con un rincón de la mirada, una pequeña nota que mi madre ha escrito, de su puño y letra, para tratar de contraatacar la amnesia de lo reciente que invade a mi papá desde hace ya diez años, los años más difíciles para ellos como equipo desde el accidente en Puebla, en 2009. Ha escrito esta nota en un papel amarillo fosforescente, de esos con goma, para pegarse en donde queden a la vista, para recordar cosas importantes. Lo ha colocado en el buró de mi padre, el gran escritor, don José Agustín. La nota dice: “No olvides que te quiero mucho. Beso. Confía en mí”. (Agustín Ramírez, 2020).

Lo más ominoso para el escritor de la onda debe ser la impronta de verse negado a desempacar las palabras del viaje a la oscuridad, no hay quizá solidaridad que valga ante tal desazón, pero si podemos decir con orgullo y certeza, que todos los fragmentos de la memoria de José Agustín plasmados en sus cuentos y novelas son nuestra bandera, presente e ingobernable. Su obra legendaria está en las líneas de la mano de cada uno de nosotros, es un norte que nos hace sobrevivir a la cruel intemperie.

Hoy es un día para decir: José Agustín tú que nos salvaste la vida.