Por David Toriz Soto

Fue necesario que transcurriera casi un año para que Bolivia regresara a las urnas después de la elección presidencial del 20 de octubre de 2019; ocasión en que le fue impugnada una nueva reelección a Evo Morales Ayma, hostigado por movilizaciones de sectores urbanos, obligado a dejar el cargo presidencial, para terminar exiliado primero en México y luego en Argentina.

El contundente triunfo en las urnas este 18 de octubre, de una nueva candidatura del Movimiento al Socialismos (MAS), al frente del binomio Luis Arce y David Choquehuanca, ministro de economía y canciller, respectivamente, en el gobierno de Evo Morales, podría dar la impresión que la llegada de la senadora Jeanine Añez a la presidencia, solo se trató de un tropiezo en la consolidación del proyecto político que la izquierda boliviana tiene para la construcción del Estado Plurinacional.

Los actores políticos que intervinieron en el golpe de Estado, desde las instituciones policiales y militares, aliados a los representantes de la derecha tradicional en las regiones de Bolivia, las oligarquías agroindustriales, junto a sectores de la clase media desplazados de las instituciones estatales e integrantes de organizaciones no gubernamentales, algunos asimilados en las universidades; todos quienes hace un años se confabularon para sacar al MAS del poder, hoy están tratando de explicarse esta derrota electoral y saber cómo reaccionar frente a una realidad política. Sin embargo es necesario, retornar sobre las características de la reacción boliviana para hacer una adecuada lectura del presente y las perspectivas de la refundación del Estado boliviano.

Hace un año esta reacción no estaba sola, contaron con aliados operando desde las embajadas de Brasil, la Unión Europea y Estados Unidos, que avalaron a Añez para ocupar el cargo que quedó vacante, luego de la renuncia forzada de todos los aliados del presidente en línea de sucesión.

Una nueva forma de intervencionismo fue operado por la misión electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA) y por su titular Luis Almagro, quienes fueron corresponsables de legitimar una estrategia de desestabilización para crear zozobra política, antes y después de la elecciones, pues bajo la mera acusación nunca probada de fraude, se sucedieron quemas de sedes electorales, hostigamiento y humillaciones públicas de representantes del MAS, actos teatrales de bloqueo en las calles de las principales ciudades del país, y luego, los primeros enfrentamientos con los integrantes de los movimientos sociales, aliados del gobierno depuesto.

La perniciosa intervención de la OEA en la vida política de un país soberano fue coronada por su declaración pública de haber detectado “graves irregularidades” en el conteo de los votos, lo que solo aceleró el guion golpista con el amotinamiento de la policía y la “sugerencia” de los altos mandos del ejército, a un presidente en funciones, para que renunciara a su cargo. Ya en el poder, los representantes golpistas procedieron a detener a los funcionarios del Tribunal Superior Electoral sin lograr probar el supuesto fraude, para luego emprender la persecución política de ministros y gobernadores del partido de Evo Morales, que huyeron al exilio o fueron asilados en la embajada mexicana en La Paz.

Los grandes medios de comunicación y sus voceros, así como intelectuales “de izquierda”, tuvieron que hacer tristes giros retóricos para nombrar todo este proceso como un “levantamiento popular”, y al momento en que un militar entregaba la banda presidencial a la señora Añez, como un proceso de “sucesión constitucional”.

Un régimen de facto se  impuso por 11 meses, postergando hasta en tres ocasiones la jornada electoral que tenían la obligación de convocar, haciendo uso faccioso de las medidas de confinamiento por la pandemia de COVID19, para inhibir cualquier movilización en su contra.

La militarización que se estableció tanto en las calles como en los cantones de todo el país, con el pretexto de la salud pública, sirvió para inhibir las protestas de quienes se sentía insultados por estas viejas-nuevas elites que asaltaron el poder y pisotearon sus símbolos de identidad como la wiphala que ondea y la pollera que visten las mujeres. Los sectores populares volvieron a recibir insultos públicos de quienes gritaban no querer una dictadura de los “salvajes” encabezada por un “indio de mierda”.

Para justificar el golpe echaron mano de las interpretaciones más conservadoras de la Biblia, así como las versiones más neoliberales sobre una democracia que decían defender; trataban de estructurar un argumento en que su país no sería una nueva Venezuela, u otra Cuba en Sudamérica, repitiendo un discurso que ha pasado a escucharse, más allá de las calles de Miami.

Esta fue la ideología que enarbolaron los grupos de choque de tipo paramilitar, compuestos y apoyados mayoritariamente por jóvenes urbanos, que en coordinación con la policía, reivindicaron en las redes sociales su levantamiento como una revolución.

Pero la naturaleza criminal de esta empresa fue rápidamente evidenciada por el mismo gobierno transitorio con sendas masacres en los departamentos de La Paz y Cochabamba, mismas que se sumaron a los muertos y heridos producto de los enfrentamientos que se dieron luego de las elecciones en varios rincones del país.

Los hechos de sangre en Senkata y Sacaba representan nuevos crímenes de lesa humanidad llevados a cabo por el mismo ejército que, hace menos de un mes, hizo un acto para “desagraviar” a sus veteranos que ejecutaron al Che Guevara y   proferir amenazas de acabar con el comunismo.

Las autoridades civiles que ordenaron y justificaron esta represión, volvieron a argumentar que los muertos, por “ser salvajes”, se mataron entre ellos. Amplios sectores de la sociedad boliviana se apegan a esta narrativa donde la movilización política y la defensa de los derechos son calificadas de actos de sedición y terrorismo, no así su propio actuar que consideran “democrático”.

Todos ellos y sus actos han sido puestos en evidencia con el solo resultado preliminar de la jornada electoral de este pasado 18 de octubre que aumenta por lo menos en 5 puntos porcentuales los votos que logro Evo Morales hace un año, ahora con una diferencia de más del 21% con el segundo lugar.

Sin embargo, a horas de oficializarse este resultado que tuvo que ser reconocido hasta por la misma OEA, el guion de la derecha golpista no cambia, compuesta por los sectores sociales donde ha arraigado este discurso de odio en contra de sus compatriotas que no comparten sus valores individualistas, y en cambio, reivindican su pertenencia a las naciones originarias que esos sectores desprecian.

En Bolivia, junto a las referencias de un pasado de golpes de Estado y dictaduras que creíamos superado, nos toca ser testigos de la emergencia de una nueva articulación entre los proyectos que reivindican privilegios de clase y raza, ahora bajo el discurso de la democracia liberal; la misma historia colonial que nos sigue marcando en América Latina de formas inéditas.

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