Un día como hoy, 15 de julio pero de 1867 el presidente Benito Juárez hizo su entrada triunfal a la Ciudad de México. La victoria de la República se consumaba, el Imperio y los conservadores afines habían sido derrotados. El espurio emperador Maximiliano de Habsburgo entregó las armas. Se le sentenció a muerte y fue fusilado en el Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867. Las armas nacionales contra el llamado Segundo Imperio se habían cubierto de gloria, como aspiró el visionario y patriota General Ignacio Zaragoza.

Los dos bandos protagonistas de la disputa fueron los conservadores y los liberales. Siendo los primeros un bloque asiduo a los objetivos del Imperio extranjero en aras de mantener sus privilegios; y los liberales los guardianes de nuestra naciente Patria, de su soberanía y de la búsqueda intensa de nuestra identidad como Nación.

De esa época datan composiciones populares de coplas con toques satíricos; cantos patrióticos y políticos compuestos durante la Intervención Francesa como La nueva paloma, Adiós mamá Carlota, y Los Cangrejos. Sonaba en los campos de batalla Los Cangrejos atribuida a Guillermo Prieto: Cangrejos, al combate/ cangrejos, a compás/ un paso pa’ delante/ doscientos para atrás. Casacas y sotanas/ dominan dondequiera/ los sabios de montera/ felices nos harán. “Los Cangrejos fue el canto tal vez que más se difundió de entre todo el inmenso repertorio que produjeron los liberales para satirizar a los conservadores, tanto se identificó a estos con los cangrejos que Maximiliano mismo alguna vez los hizo ejecutar para probar su liberalismo, acto que, naturalmente, sólo sirvió para acentuar el malestar del grupo que en un principio lo había apoyado incondicionalmente”. (INAH).

Con la entrada a la ciudad del 15 de julio, la República había sido restaurada, las conspiraciones de Antonio López de Santa Anna en EEUU y Veracruz, y de los conservadores a favor de la intervención no prosperaron. Todas las crónicas de la época han referido el momento histórico y el gran jubilo nacional. Benito Juárez volvía a izar la bandera nacional en el corazón del país.

Cuatro años atrás, 31 de mayo de 1863 Juárez había salido de la misma Ciudad de México ante la inminente llegada del Ejército Francés que había tomado Puebla, inaugurando así el gobierno legítimo e itinerante. Juárez llevaba el gobierno del pueblo en una carreta.

Detrás del convoy iban 11 carretas más que transportaban el Archivo de la Nación, es decir, toda la documentación oficial del gobierno, el Registro Público de la Propiedad, el Registro Civil, y documentos históricos como el Acta de Independencia. Juárez encarnaba a la presidencia y la resistencia misma. En su viaje, hizo escalas en Querétaro, San Luis Potosí, Monterrey, Saltillo, Chihuahua y Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez).

“Durante cuatro años tuvo que dirigir el esfuerzo nacional contra el ejército invasor, contra los mexicanos conservadores y pro imperialistas, encabezando un gobierno en bancarrota pero nunca claudicó.  “Durante cuatro años, un mes y quince días la soberanía republicana estará errante, lo que se ha llamado de diferentes modos, entre ellos “república itinerante”, “nómada” o “peregrina”. (Aguilar Ochoa, 2016).

El gobierno legítimo cruzó montañas, sierras, valles, bosques, desiertos, lagos y ríos; ciudades que fueron un bálsamo para subsistir en lo esencial y seguir gobernado. Juárez pernoctó en rancherías y al lado de caminos inhóspitos, pero se mantuvo firme siempre ante las adversidades, impasible e intransigente ante el intento de establecer un imperio en México apoyado por malos mexicanos, entre 1863 y 1867.

Una vez muerto Maximiliano, Juárez después de resistir finalmente  había vencido. Salió de San Luis Potosí, donde estuvo la sede presidencial, e hizo escalas en Querétaro, donde cuentan las fuentes que pudo ver el cadáver del efímero emperador, no le tenía un odio personal sino en esencia nunca reconoció lo que representaba el monarca. Siguió a Tlalnepantla, y finalmente, se hospedó en el Castillo de Chapultepec a petición del Ayuntamiento de la Ciudad de México que le preparaba un recibimiento especial.

“El lunes 15 de julio de 1867 Juárez salió del Castillo y se dirigió por el Acueducto de Chapultepec hasta la zona de Belén. En Palacio Nacional existían diversas obras de arte, Juárez dio órdenes de retirar adornos y objetos suntuarios y darle un toque republicano, sobrio y no imperial al edificio”. Reseñan las crónicas.

Se sabe que su ingreso a la Ciudad de México se dio por la Calzada Chapultepec, en la Puerta de Belén (en el actual rumbo de Balderas) construida exprofeso para recibirlo. De ese día y esa puerta, hay una fotografía, cuyo original se encuentra en el Musée Royal de l’Armée) en Bélgica. La imagen del fotógrafo francés Francois Aubert  retrata una de las paradas de la llegada del presidente Juárez y su familia aquel 15 de julio de 1867. Se observa un gran escenario, al centro, con dos grandes cortinas, un pedestal de madera para los oradores y en la parte superior, el apellido del Benemérito de las Américas en enormes letras: Juárez. Seis pendones tricolores ondean. La gente con sombreros de la época se agrupó ahí, al fondo de la postal se reconocía la región más transparente.

Su camino siguió por San Francisco y Plateros (hoy Madero), a unos pasos de la Plaza de Armas, cruzó un arco triunfal que fue reproducido en aquella época en litografías que forman parte de la iconografía del Siglo XIX. Porfirio Díaz, entonces uno de los generales liberales más destacados y quien años después pelearía contra el propio Juárez, le entregó la bandera nacional al pie del asta para que fuera el propio presidente quien la izó nuevamente en la Plaza de Armas dando por concluida, simbólicamente, la intervención extranjera en México.

En aquellos momentos, de acuerdo con los relatos, Juárez escuchó salvas de honor a su investidura, presenció un desfile desde el balcón del Palacio Nacional, luego irrumpió un aguacero que azotó con furia a la capital y lavó con ternura las calles.

Una vez en palacio Benito Juárez dijo que se debía convocar a elecciones generales para actuar en congruencia y que su gobierno fuese legítimo. Instruyó a Sebastián Lerdo de Tejada que se encargara de convocar las elecciones. José María Iglesias dijo: “En esta mesa todos somos juaristas, señor Presidente.” Juárez respondió: “¡Eso no! En esta mesa todos somos republicanos, no juaristas. Si el designio del pueblo es que otro los gobierne, todos seremos dóciles a la voluntad ciudadana.”

Las fuentes refieren que fue en su discurso ante el Congreso (edificio que permanece en pie, en la parte trasera del Palacio Nacional), donde el presidente indígena zapoteco que nació en la pobreza, después de exhortar a los conciudadanos a conmemorar el triunfo con los “laureles de la moderación” dijo su histórica frase: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

“Juárez, con todo ese bagaje cultural y su voluntad política puesta a prueba una y otra vez, enfrentó exitosamente a sus enemigos, a sus adversarios y a los liberales que flaquearon cuando la nación libraba luchas intestinas contra los reaccionarios y sufrió la invasión de las fuerzas militares francesas, tras el ultimátum de Francia, Inglaterra y España y que bien sintetizara Víctor Hugo para precisar la grandeza del indio de Guelatao:

“De este lado del mundo tres imperios, de aquel lado del Océano un hombre: Juárez”. La parte de la nación consciente que, conforme se expandía la información sobre lo que representaba y defendía, en la perspectiva histórica, el estadista fue aumentando hasta tener Juárez la aprobación (y por donde estratégicamente transitaba, y no como se ha dicho: huyendo), el apoyo de la mayoría del pueblo y de las élites que comprendieron que Juárez era el patriota que, manteniendo a salvo al Estado y la representación presidencial constitucional era, en ese momento histórico, el único que se había decidido a ser el factor de unión (no de unidad) de la nación mexicana. Y que Juárez era la modernización liberal política y económica al encabezar a los del “partido del progreso” contra los del “partido del retroceso”. (Cepeda Neri, 2018).

En aquella época, en un Zócalo arbolado y verde, el momento de su entrada triunfal fue de júbilo, apoteósica, era una victoria donde México demostró con el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo que no era terreno fértil ni dócil para intervenciones extranjeras; significa también el triunfo de la Reforma, de la separación Iglesia-Estado y, sobre todo, del principio básico de liberalismo: de la igualdad ante la ley. Ahí se condensa la segunda independencia de México y el momento culminante de la segunda gran transformación de México.

En su manifiesto del 15 de julio, Benito Juárez, Presidente Constitucional de la República Mexicana escribió: El triunfo “lo han alcanzado los buenos hijos de México, combatiendo solos, sin auxilio de nadie, sin recursos, sin los elementos necesarios para la guerra. Han derramado su sangre con sublime patriotismo, arrostrando todos los sacrificios, antes que consentir en la perdida de la República y de la libertad”.

Posteriormente en una carta enviada el 23 de julio de 1867 enviada por Benito Juárez a la señora Celsa Farías de Mercado, esposa de Florentino Mercado, abogado de ideas liberales, que estuvo en el sitio de Querétaro y murió ahí, le escribió: “Es para mí un placer doloroso y triste recibir felicitaciones que me hacen la honra de dirigirme a personas a quienes el triunfo de la República les cuesta la vida, tal vez, del más querido de sus deudos. Cada mexicano muerto por su Patria es para mí un hermano a quien oigo constantemente pidiéndome desde la eternidad un consuelo para las personas a quienes amaba en la tierra. Esté usted segura que siempre  tendré la memoria de su buen esposo y demás deudos, muertos por la Independencia y Libertad de mi Patria”.

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