La obsesión revisionista que tiene las elites hispanoamericanas en contra de ciertos personajes de la historia de nuestro continente, suele nombrarse a sí misma como un combate en contra de los “mitos latinoamericanos”.

Para emprender su cruzada, anteponen su propio relato como historia científica, un relato donde esos personajes “de bronce” tienen errores y contradicciones, cometen excesos o titubean en momentos de definición, es decir, son sujetos de sus condiciones sociales y están determinados por su posición de clase; así para intentan bajar del pedestal a los considerados héroes populares, no se les ocurre más que denunciarlos como “hombres (y mujeres) de carne y hueso”.  Estas elites culturales parecen olvidar que justo son las mujeres y los hombres libres los protagonistas de la historia latinoamericana.

De estas actitudes provienen las reacciones de desconcierto sobre por qué el gobierno de México ahora reivindica y conmemora la figura del Libertador, Simón Bolívar, tal como como si fuera un personaje ajeno a los mexicanos, o casi contrario a nuestra guerra de emancipación que está cumpliendo 200 años de haberse consumado. (https://tinyurl.com/whypt52b)

Estas son las actitudes que intentan expropiar a los pueblos, la historia que ellos mismos construyen, para hacerla materia exclusiva de especialistas, encerrándola en bibliotecas y cátedras. Así, es como se indignan sus supuestos propietarios cuando los movimientos sociales o los dirigentes políticos retoman esos ejemplos para echar mano de sus lecciones en el presente. A ellos se les acusa de “manipular los hechos”, los mismos hechos que la historiografía académica ya ha seleccionado; y luego se condena el “culto a la personalidad” por a recordar a ciertas figuras, pero ofreciendo para la admiración de la masa, nuevos personajes más adecuados a sus valores.

Así desde una postura política conservadora, se denuncia el “uso político” de un patrimonio común: las experiencias colectivas de mujeres y hombres de las que proviene nuestra historicidad, no de la pluma de los autores o sus divulgadores.  A la historia se le prefiere escrita de forma aséptica, sin mancha de reivindicaciones sociales que siguen pendientes, o de heridas coloniales que tanto niegan esas elites, las mismas que prefieren solo recurrir a la memoria para establecer fechas exactas en el almanaque.

Hay figuras en la historia de Nuestra América que sigue causando escozor entre quienes se asumen herederos de las glorias del imperio español, los mismos que pretende que los americanos mostremos agradecimiento eterno por haber sido “civilizados” a sangre y fuego. Estos hispanistas de ambos lados del océano, se han encargado de crea su propia Leyenda Negra para intentar desprestigiar figuras como la de Simón Bolívar, señalando los defectos propios de su personalidad, para descalificar el proyecto de emancipación política sostenido con convicción inquebrantable, desde que tomó las armas como coronel en 1811.

Y es que todos los movimientos independentistas de América, comenzando con la revolución antiesclavista de Haití, fueron considerados como expresiones del caos y destrucción, antes que proyectos políticos viables para establecer la soberanía y liberación de las repúblicas americanas.  Sus críticos del presente y el pasado, añoran el esplendor de los virreinatos y el orden propio y opresivo de una sociedad de castas.

Antes como ahora, no encuentran mejor argumento que juzgar a los personajes, para descalificar sus proyectos políticos. Así sucede con Bolívar,  el personaje definitorio en los procesos de liberación de las actuales Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Bolivia; es calificado por sus críticos de “señorito” por pertenecer a una familia rica que poseía esclavos; o se le acusa de “despiadado y colérico” por la forma atrabancada con que tomó muchas de sus determinaciones; también se señala su propensión de “mujeriego empedernido” luego de haber enviudado, como otro de los argumentos que intentan mostrarlo como un humano más, y así bajarlo de su supuesto pedestal. Son estos mismos críticos y sus instituciones quienes terminan divulgando esa “historia de bronce” que tanto les gusta denunciar, pero que airadamente se quejan y lamentan perder, cuando son los pueblos quienes tiran las estatuas de las plazas.

A Bolívar, como a cualquiera de nuestros libertadores, se le puede admirar justo porque fue un hombre de carne y hueso que supo resistir a la brutal represión de la Corona española; sobreponerse a una enorme campaña de desprestigio en su propio tiempo; o saber heredarnos una lectura histórica de los regímenes políticos posibles en nuestro continente, a partir del conocimiento profundo de una realidad tan diversa en el continente, lectura política que mantiene una asombrosa vigencia para tantos proyectos recurrentemente truncados por la nueva metrópolis que sustituyó a España, que no atina sino a seguirnos considerando como su patio trasero. Ese proyecto político esbozado en la célebre Carta de Jamaica de 1815, choca de manera frontal con la concepción del continente americano como espacio vital propio de los Estados Unidos esbozado en la Doctrina Monroe.

Si Bolívar en su exilio llegó a aspirar a la solidaridad de los Estados Unidos para defender la soberanía de las nacientes republicas, fueron ingleses y norteamericanos quienes se opusieron y sabotearon el proyecto bolivariano de integración latinoamericana como estrategia defensiva, que aprovechando la historia en común y la cultura compartida, podría llevar a constituir un bloque continental.  No es raro que los apologistas del mito de la modernidad occidental, sean los más acérrimos críticos de los mitos propios de los pueblos de América Latina, en pos de imponer sus “verdades”, hasta nuestra emancipación le debemos más a las revueltas o levantamientos de Europa o a Estados Unidos, que a los propios pueblos que aquí las anticiparon.

Hoy se pretende usar la imagen de Venezuela y su gobierno como estrategia para denigrar cualquier proyecto político bolivariano que contradiga la hegemonía de EU, o cualquier injerencia extranjera.

El sueño de Bolívar de una América que se emancipa de España para tomar en sus manos la construcción de su destino, bajo sus propias formas y cometiendo sus propios errores, hasta ahora no ha logrado hacerse realidad; pero Bolívar nunca supuso posible una unanimidad política, más bien supo reconocer en nuestras diferencias el germen de la unidad y la solidaridad frente a amenazas en común.  Si su propósito de Patria Grande para la América Meridional se truncó en 1826, este hecho no le quita el tono profético a la convicción libertaria de llegar a construir una sociedad justa que procure el bienestar de todos sus ciudadanos, no solo la reproducción de las elites.

Nuestra historia compartida es un campo de batalla que no podemos abandonar en la premura de las prisas cotidianas, pues es en la memoria colectiva donde la acción política recupera su perspectiva más allá de beneficio personal o los intereses de grupo.

Como ha dicho el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador: “La lucha por la integridad de los pueblos de nuestra América sigue siendo un bello ideal”.

*Con la colaboración de David Toriz Soto